Las Plumas

De política y cosas peores

El relato de nuestro pasado ha sido objeto de manipulación por historiadores gobiernistas, han creado una historia maniquea, falsa y mentirosa

De política y cosas peores

Loretela regresó de su luna de miel. Lo primero que hizo fue ir a visitar a su mamá. La señora, tras abrazar amorosamente a su hija, le pidió: "Siéntate, Lore, y cuéntame cómo te fue". "Te lo contaré, mami -dijo la recién casada-, pero de pie. Por ahora no puedo sentarme". (Explicación. Traía las pompas doloridas. El viaje en avión duró bastantes horas). La abuelita de Susiflor se preocupaba mucho, pues su nieta, que andaba ya por los 30 años, no daba trazas de casarse, y la señora pertenecía a la generación en que privaba la idea de que la mujer debía necesariamente ser esposa y madre. Un día le advirtió: "Hijita: nunca encontrarás al hombre perfecto". "Ya lo sé, abue -replicó Susiflor-, pero me divierto mucho buscándolo". El relato de nuestro pasado ha sido objeto de burda manipulación por los historiadores gobiernistas, quienes han creado una historia maniquea, falsa y mentirosa, que nos ha alejado de nuestros orígenes hispánicos para favorecer la dominación del poderoso vecino del norte. A la continua intervención de Estados Unidos en nuestra vida nacional la llamo "el hilo negro", por fácil de descubrir e imposible de soslayar. Esa intervención comenzó aun antes de nuestra Independencia; se hizo mayor en tiempos de Juárez -sin la interesada ayuda de los norteamericanos el Benemérito no habría podido vencer a los conservadores-, y fue causa de que el presidente Díaz, enemistado por diferentes motivos con los Estados Unidos, prefiriera ir al exilio antes que hacer frente a una insurrección que sin duda sería apoyada por los norteamericanos, y que llenaría de sangre al país. Ese supremo patriotismo tuvo don Porfirio: el de la renunciación. Jamás se ha reconocido su magnanimidad, y el general Díaz, gran mexicano al que tanto debió México, está condenado al basurero de la Historia. Sus aciertos fueron suyos; sus errores eran los propios de su tiempo y del mundo. Otros personajes, por el contrario, son objeto de cuestionable exaltación. Hidalgo, por ejemplo, está muy lejos de ser "el Padre de la Patria". El verdadero autor de nuestra independencia es Agustín de Iturbide, cuyo nombre por fin está siendo citado -siquiera sea vergonzantemente- ahora que se cumplen los 200 años de nuestra emancipación de España, obra de la cual él fue autor, no consumador, pues ninguna relación tuvo su movimiento con la efímera asonada del cura de Dolores, cuyo grito de batalla incluía la frase: "¡Viva Fernando Séptimo!". El Padre Hidalgo, que no era el anciano de rostro bondadoso que nos muestran las estampitas escolares, es entonces un mito, pero un mito que, igual que otros que son base de nuestra nacionalidad, se debe conservar, pues forma parte ya de nuestras raíces. Un mito no es una mentira: es un relato que, trasmitido de generación en generación, cobra visos de verdad histórica, y por tanto no se puede rechazar so riesgo de ofender la sensibilidad del pueblo. Todos los países tienen cosas que es mejor no menearlas, pues eso haría mucho mal y ningún bien. Esperemos que los festejos de la Independencia y la recordación del triunfo de Iturbide y de la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México no sean motivo de nuevas pugnas por cosas del pasado. En tratándose de división y polarizaciones ya tenemos bastantes. Una monjita le preguntó a otra: "¿Cuánto tiempo tardaste en pasar de novicia a religiosa?". "Cinco años" -respondió la sor-. ¿Y tú?". Contestó la otra: "Yo tardé una noche". "¿Una noche? -se asombró la primera-. ¿Cómo fue eso?". Narró la reverenda: "Era novicia. Una noche estalló en el convento un gran incendio, y salí hecha madre". FIN.