Nacido en 1542 en la castiza provincia de Ávila, Juan de Yepes Álvarez -el futuro San Juan de la Cruz- conoció la adversidad desde su más tierna infancia. Hijo de tejedores, la muerte temprana de su padre sumió a la familia en una pobreza tan severa que marcaría para siempre su físico, haciéndolo un hombre de complexión menuda, como la misma Santa Teresa de Jesús recordaría después con cariño, llamándolo "mi medio fraile". Tras pasar por Arévalo, el destino llevó a la familia en 1551 a Medina del Campo, un traslado motivado por la necesidad más básica.
Fue en Medina donde el joven Juan comenzó a vislumbrar su camino. Estudió en el Colegio de la Doctrina y, gracias a la protección de don Alonso Álvarez de Toledo, quien reconoció su talento, pudo formarse en el hospital de la Concepción y encaminarse hacia el sacerdocio. Pero el verdadero giro en su formación intelectual llegó con los Jesuitas, quienes habían fundado su colegio en la villa. Entre 1559 y 1563, Juan se sumergió en el humanismo cristiano más renovador bajo la ratio studiorum, un método donde el latín era la piedra angular. No solo aprendió retórica, sino que tradujo y vivió a los clásicos: Cicerón, Virgilio, Horacio. Esa base sería importante para el profundo poeta místico en que se convertiría.
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La llamada espiritual, sin embargo, lo condujo por otro sendero. Con 21 años, en 1563, tomó el hábito de los Carmelitas en Medina del Campo, adoptando el nombre de fray Juan de Santo Matía. Tras su noviciado, su brillantez intelectual lo llevó a Salamanca, al Colegio de San Andrés de los Cármenes, donde entre 1564 y 1567 se bachilleró en Artes y destacó tanto en dialéctica que fue nombrado prefecto de estudiantes.
RELACIÓN CON SANTA TERESA Y LA REFORMA CARMELITA
Su ordenación como sacerdote en 1567, celebrada en Medina, fue un momento crucial, pero palideció ante el encuentro que definiría su vida y legado: Santa Teresa de Jesús. La carismática reformadora había llegado para fundar un convento de carmelitas descalzas y, en Juan, vio al compañero ideal para su audaz empresa. Desde ese momento, su destino quedó indisolublemente unido al de Teresa y a la Reforma Carmelita.
Juan se transformó en el formador esencial para los nuevos descalzos. En 1572, accediendo a una petición de Teresa, se trasladó al Convento de la Encarnación en Ávila como vicario y confesor, permaneciendo allí hasta 1577. Durante esos años, fue un apoyo constante para la madre Teresa, acompañándola en fundaciones clave, como la de Segovia, y cimentando desde la discreción y la profundidad espiritual el movimiento que renovaría la orden.
Su salud, quebrantada tras una vida de rigor y privaciones, terminó por flaquear definitivamente durante un viaje de regreso a Segovia. Una grave enfermedad lo sorprendió mientras se encontraba en el convento de La Peñuela, obligando a sus hermanos a trasladarlo con urgencia a la comunidad carmelita de Úbeda. Allí, en la quietud del monasterio, su vida terrenal llegó a su fin en la fría noche del 13 al 14 de diciembre. Su partida, sin embargo, no fue el final, sino el comienzo de un legado espiritual e intelectual que perdura hasta nuestros días.




