Si bien los indicadores de absorción y cobertura del Sistema de Educación Superior han registrado avances palmarios. De acuerdo con datos estadísticos reportados por la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (Mejoredu), en 2018 había 5535 universidades y para 2023 se reportaron en servicio 5933 establecimientos semejantes, cuya matrícula pasó de 761,856 a 1,158.687 estudiantes en un lapso de cinco años.
Sin embargo, esos datos, por positivos que sean, no están para cantar victoria, pues aún son marcadamente insuficientes y deficitarios, pues muchos jóvenes en edad de cursar ese nivel educativo no concluyen sus estudios o de plano están fuera de las universidades.
Gobiernos van y gobiernos vienen, pero ninguno, con independencia de su origen partidario y programas de desarrollo, ha atinado a diseñar una política educativa certera, que parta del núcleo de sus problemas históricos y resuelva en serio sus raíces.
Una de sus limitantes o lastres históricos, a mi modo de ver, ha sido la política presupuestaria y su ejercicio en la práctica, siempre deficitaria y enfocada principalmente al gasto nominal. Este rubro, entre otros a las tareas propiamente académicas, absorbe con mucho la mayor parte de los ingresos universitarios.
Por lo que hace a la investigación de las ciencias básicas y aplicadas, así como la atención a las artes, la cultura y el deporte, sin dejar de lado la divulgación de saberes disciplinarios, prácticamente pasan a un plano secundario.
Ante semejante crisis y desfases, cabe preguntarse qué toca hacer a las autoridades educativas, cuál es su papel como responsables del sistema educativo nacional y qué han hecho, hoy por hoy, para ponerlo al día, superar viejos problemas y encarar con éxito los nuevos desafíos.
El sistema de educación nacional, hoy por hoy, demanda de las autoridades educativas altura de miras y un compromiso genuino con la educación pública; en suma, un proyecto que ponga en el centro una prioridad básica: incrementar los estándares de calidad de su comunidad educativa; o sea, mejorar las habilidades, las capacidades y los dominios disciplinarios de la comunidad estudiantil.
Por tanto, debemos apresurar el paso, no perder la oportunidad y ser más consecuentes con los anhelos transformacionales que pregona y abraza el Gobierno de la Cuarta Transformación, cuyos resultados la historia los juzgará.
En ese sentido, la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura ya ha dado un valioso paso adelante, con una agenda internacional próxima, en la que los países miembros habrán de analizar e impulsar medidas de cambio profundo en materia de educación superior.
Todo eso, teniendo como telón de fondo una preocupante "coyuntura crítica", que el mismo organismo multilateral reconoció en un estudio reciente de su autoría, en el que revela "elevadas tasas de abandono y un marcado desajuste entre las competencias de sus egresados y las demandas del mercado laboral".
Cabe saludar esa iniciativa necesaria y oportuna y hacer votos porque de ese evento salgan las directrices más afines y en sintonía con las prioridades educativas, que pongan de una vez por todas remedio a la larga crisis educativa, para lo que todos debemos poner un granito de arena.
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