La vocación del Padre Miguel Agustín Pro Juárez nació lejos de los libros de teología. Originario de Guadalupe, Zacatecas, donde nació en 1891, fue el tercero de once hermanos en una familia que ya veía florecer la fe en dos de sus hijas. Su ingreso a la Compañía de Jesús en 1911 marcó el inicio de un camino que, lejos de ser tranquilo, estuvo marcado por el exilio. La persecución religiosa en México obligó a los jesuitas a trasladar su formación a California, para luego llevar a Miguel a estudiar filosofía en España y, más tarde, a ejercer como profesor en Nicaragua y completar su teología en Bélgica.
No era un estudiante teórico excepcional; sus biógrafos destacan su talento práctico y su carácter jovial y bromista. Sin embargo, fue su salud la que presentó el mayor desafío. En Bélgica, su cuerpo se quebrantó por una úlcera estomacal y múltiples operaciones fallidas. Escribió sobre dolores insoportables y una pérdida de peso constante, llegando a un estado tan crítico que sus superiores se apresuraron a enviarlo a México, temiendo que muriera lejos de su tierra.
¿CÓMO FUE LA FORMACIÓN Y MISIÓN DEL PADRE MIGUEL AGUSTÍN PRO?
Pero antes de regresar, vivió un punto de inflexión en Lourdes. En ese santuario, en un momento de profunda fe, sintió la presencia de la Virgen María y recibió una promesa, la salud que tanto anhelaba para su misión en México. Esta experiencia, que él describió como uno de los días más felices de su vida, resultó ser culminante. La energía sobrehumana que desplegó a su regreso en 1926, desafiando al gobierno, parece inexplicable sin aquel episodio.
De vuelta en un México sumido en la violenta persecución del presidente Plutarco Elías Calles, el Padre Pro se convirtió en un fantasma para las autoridades. Mientras administraba sacramentos en secreto y ayudaba a los necesitados, vivía escondiéndose, saltando de casa en casa para evadir a la policía. Su trabajo era una prueba viviente de la resistencia católica.
¿CUÁL FUE EL DESENLACE Y LEGADO DEL PADRE PRO DURANTE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA?
El 23 de noviembre de 1927, el destino estaba sellado. Sin juicio, la orden fue ejecutarlos. Al ser llamado al patio de la prisión, el Padre Pro se encontró con un escenario macabro; un pelotón de fusilamiento y espectadores curiosos. Con una serenidad que conmovió hasta a sus captores, perdonó a uno de los soldados que se lo pidió.
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Cuando le preguntaron por su última voluntad, su respuesta fue simple y poderosa: "Que me dejen rezar". Se arrodilló, ofreció su vida por México y por el mismo Calles. Luego, de pie y con los brazos abiertos en cruz, lanzó un grito que resonaría en la historia: ¡Viva Cristo Rey!. Esas fueron sus últimas palabras antes de que los disparos del pelotón silenciaran su voz, pero no su legado, que creció inmortal con ese último acto de fe inquebrantable.




