El tabaco

Por: Eduardo Sánchez

¡Ah cómo cuesta trabajo dejar el tabaco!

Los cigarros de tabaco son uno de esos productos que me hace recordar a diario la do­ble moral de nuestro mundo capitalista: ¡es veneno puro que mata, seguro! Diseñado de tal manera que, aunque no le fumes, solito se consume. Es tan nocivo y adictivo que no entiendo por qué permiten su venta; bueno, sí entiendo, deja miles de millones a sus vendedores; es una droga letal, legal. Y, bueno, fumarlo tiene su encanto, no lo puedo negar. Fumarlo es un minirritual tan ancestral, como la humani­dad, aunque con el tiempo, los grandes empresarios se fueron encargando de enganchar en el hábito a millones de personas en todo el mundo mediante pu­blicidad atractiva, chorros de dinero a los legisladores, pagos a las federaciones de la salud y todo lo que usted guste agre­gar, total que ahora a millones les gusta fumar, y a otros tan­tos millones ya no lo pueden hacer simplemente porque ya están muertos.



Recuerdo aquella tarde de verano a principios de los años setenta, en alguna carretera de California, cuando mi padre, quien aún estaba en sus trein­ta, emocionado por su flaman­te Galaxie 500, del año, azul cielo metálico, de dos puertas, con toldo blanco e interiores de piel, blancos, también, au­tomático, con palanca al piso, que andaba estrenando, en­cendió un cigarrillo. El olor me cautivó. Veníamos escu­chando algo de jazz clásico, de su música favorita, y solo bajó un poco su ventana eléctrica y se fue fumando su cigarrillo, y después otro. A su lado mi madre tomaba una coca cola con helado de vainilla, y dos de mis hermanas platicaban entre ellas. Yo sólo veía por la ventana cómo el sol caía. Eran tiempos en que fumar era per­mitido en donde fuera, incluso en ¡los aviones! Camiones de pasajeros, restaurantes y en todas partes.



Ya, después, en primero de secundaria me fumé mis pri­meros cigarros. No les encon­traba ningún chiste. Hasta mucho tiempo después enten­dí que todo gira alrededor de la adicción, y eso no tiene ningún chiste. Mis amigos y yo pen­sábamos que fumar te hacía parecer como alguien bravo, macho, de onda, rebelde, pero no era nada de eso, solo era imitar a los adultos. Creíamos que había que fumar un ciga­rro tras otro hasta acabarnos la cajetilla, pero no sabíamos ni darle el “golpe”. Luego, en otra de esas tardes de verano, aquí en Obregón, un amigo nos invitó a fumar a su casa, ase­gurando que su mamá le dio permiso que fuéramos todos los que quisiéramos ir a aspi­rar tabaco. Y así fue. Llegamos y doña Lucila había comprado un paquete de cigarros con diez cajetillas, eran unos Raleigh, y nos dijo, tengan, fúmense todos los que quieran. Nosotros, muy obedientes, ahí estábamos con un tabaco y una sonrisa en la boca.



No se detengan, sigan fu­mando, nos decía, pero para ese momento ya estábamos bien mareados y a punto de vo­mitar, entonces la señora nos comenzó a hablar de lo nocivo que era fumar.y me olvidé del tabaco por unos años. Fue en la universidad en donde me lo volví a topar; después de ahí ya no pude parar, hasta que el otro día se me subió la pre­sión arterial hasta los límites del infarto, y dejé de fumar. Mi madre a diario se fumaba una cajetilla prácticamente hasta los últimos días de su vida, casi 90 años, y se tomaba un litro de coca ella sola, pero es que no le doy el “golpe”, decía muy sonriente.



¡Ah cómo cuesta trabajo de­jar el tabaco!
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