El día de su cumpleaños su tío llegó con un par de conejos como regalo. Era una parejita. El macho era blanco con negro y la hembra blanca totalmente. El niño se puso muy contento con el regalo, pues tenía años deseando tener alguna mascota que lo acompañara en su soledad. Su padre se fue de casa y su mamá trabajaba todo el día, así que Josué pasaba muchas horas solo, pero de ahora en adelante los conejos serían su compañía. Él los amaba; dormía con ellos, los peinaba, los consentía con frutas y verduras y los bañaba seguido en el tiempo de calor. Ese par de conejos eran su adoración.
Después de poco más de un mes, el niño tuvo que dividir su tiempo y cariño entre más conejos, pues a su pareja se agregaron 4 crías más. Estaba fascinado con el gran milagro de la vida que estaba viendo frente a él. A los conejitos de inmediato les puso nombre y comenzaron a ser parte de sus días.
Con el paso del tiempo, el patio de su casa, que no era muy grande, no tenía espacio para una cría más. Prácticamente no se podía caminar pues habían llenado todo el patio con su presencia, y era casi imposible caminar por el ahí, pues paso que dabas, paso que se hundía, pues llenaron de madrigueras el subsuelo, y al pisarlo te hundías junto con la tierra. Era una invasión de conejos, pero el pequeño Josué los quería a todos, y él sabía identificarlos y todos tenían un nombre propio. Eran parte de su familia.
Un día, Josué, se fue a la escuela, era tiempo de frío, y de regreso lo agarró la lluvia. Corrió algunas cuadras para llegar más rápido a su casa, pero no pudo evitar terminar ensopado de pies a cabeza. Llegó a su casa muerto de hambre y lo recibió su tío...anda mijo, vente a comer que preparé un rico caldo calientito para que te quite el frío y comas a gusto—dijo su tío Fermín.
"¡Gracias tío por hacernos la comida!" y comenzó a comerse su caldito con hartas tortillas de maíz calientitas. El tío había hecho también una salsita de tomate con poco chile para el niño y algo de cilantro.
Y el jovencito se comió su caldo, y pidió otro plato.
¡Está muy rico este caldito de pollo...es el más rico que he comido en mi vida! Dijo el pequeño,
¿Pollo?—cuestionó el tío, y soltó una carcajada.
—No es pollo, mijo, son tus conejos, y siguió riéndose a carcajadas...
Al escuchar esto, el niño se levantó de inmediato de la mesa, y salió al patio. En el patio vio rastros de sangre y pieles tiradas. Se puso a llorar desconsoladamente. No podía dejar de llorar, y fue a encerrarse en su cuarto por la impresión.
Desde entonces pasó un año sin comer casi nada, al grado que quedó en los puros huesos y estuvo a punto de morir de anemia. Su madre lo llevó con psicólogos, nutriólogos y con cuanto especialista pudo para tratar de curarlo. Luego, comenzó a comer de nuevo, pero su tiroides se vio afectada, le dijo el doctor al revisarlo.
Ahora, Josué, tiene 25 años, y debido a su problema de salud ha ido aumentando de peso exageradamente sin que pueda hacer algo para detenerlo. Su metabolismo se vio afectado por esta experiencia, y nunca más tuvo una mascota, ni comió pollo, ni mucho menos conejo.
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