El precio del amor

Por: Eduardo Sánchez

Mientras cientos de personas se arremolinaban en las afueras del Palacio de Gobierno gritando consignas de “¡abajo los precios!”, “¡muera el mal Gobierno!” “¡salario mínimo al presidente pa´ que vea lo que se siente!”, los funcionarios públicos corrían a guarecerse en los rincones más recónditos del edificio, temiendo por sus vidas, pues sabían que no había respuestas a los reclamos del pueblo que los llevó al poder.

Está no era la primera vez que la gente se presentaba exigiendo algo en el Palacio de Gobierno, pero, esta vez, llegaron armados de palos y machetes; se sentían más enviscados que nunca. La verdad es que nadie podía negar que ya eran demasiados años de altos impuestos y de pobreza extrema. La gente sabía que a esas alturas ya no tenían nada que perder y también que, la vida, su vida, no valía nada sin unos pesos en la bolsa.

Por supuesto que esta situación preocupaba en extremo al recién honrado dirigente de los destinos de la población, ya que él era un hombre de principios que en verdad se interesaba por el bienestar del pueblo.

Mientras esto pasaba, la pobreza seguía avanzando al grado de que sólo quedaron la clase alta, una minoría, y los de abajo, que eran casi todos. Esta situación provocó que ya no fuera seguro andar por las calles; los robos estaban a la orden del día y era tiste ver que era más sencillo dedicarse a delinquir que conseguir un trabajo con un sueldo que alcanzara para mantener a la familia. Por su parte, muchos funcionarios y miembros del parlamento vivían a sus anchas, aun a sabiendas que el dinero que ellos gastaban en sus constantes tertulias sociales disfrazadas de reuniones de trabajo, se necesitaba para dar mantenimiento a los lotes de carros recolectores de la basura, para tapar miles de baches, cerrar fugas de agua y para hacer lo necesario para mantener lo más ordenado y limpio posible el Municipio.

Después de las exigencias de los habitantes, las autoridades se comprometieron a realizar un Gobierno más eficiente y austero. Se ampliaron las jornadas de trabajo a 14 horas diarias y con el mismo sueldo. Se anularon todo tipo de privilegios y prestaciones, pero no fue suficiente, pues la población seguía creciendo a ritmos acelerados y el dinero nunca alcanzaba para todas las necesidades.

El presidente pensaba que tener relaciones sexuales era el mayor lujo que un pobre se podía dar. Pero, por otra parte, esa misma situación de relajación de la responsabilidad que implica el acto de la procreación, los hacía más pobres cada día, pero nadie se atrevía a buscar alguna solución al asunto. Nadie hablaba del por qué, si no eran buenos tiempos, las familias seguían creciendo. Les parecía un sacrilegio poner en consideración las cosas que creían que sólo le competían a Dios.

Una noche, precisamente, después de una apacible noche de pasión del presidente con su esposa, a éste, se le ocurrió que, para que la situación económica mejorara, todos deberían comenzar a pagar por cada vez que hicieran el amor, así, - dijo-, las amas de hogar tendrían un dinerito extra para la comida, y el que no pudiera pagar, pues, simplemente, no podría darle gusto al gusto y mucho menos tener más hijos.

Fue una decisión difícil, pero muy pronto se comenzaron a ver los cambios. Todos estaban sonrientes, porque, o traían dinero en la bolsa y el corazón contento, o se quedaban con las ganas, pero no tenían a quien mantener.
“No somos números” Microchips

Jesushuerta3000@hotmail.com

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