Por: Eduardo Sánchez
Existe ya mucha preocupación en los diversos sectores de la sociedad por la situación actual derivada de la presencia de un virus que ha causado más de tres millones de muertes en el mundo.Con mucho azoro, las autoridades lo primero que buscaron fue protegerse. Quizá sí pensando en la población, pero mas bien con una idea de mantenerse sin riesgos políticos si el caos se apoderara del sector salud, tan maltrecho en la ciudad, el estado y el país.
La ordenanza fue cerrar escuelas y empresas, independientemente de si los empresarios estaban en condiciones de mantener sueldos, pagos de servicios y de impuestos o de que si quienes trabajan por su cuenta podrían sobrevivir uno, dos o mas días en esas condiciones.
La gran mayoría aceptó, no de buena gana debe decirse. Pero la población en las calles disminuyó y los sitios de mucha congregación se vieron reducidos.
Por supuesto, hubo quienes mantuvieron la idea loca esa de que “si no trabajo, no como”. Como si a las autoridades esa situación les generara pendiente alguno. Y entre obedientes y “desobedientes”, entre la represión de las multas y el terror impuesto en cada declaración oficial, los días fueron avanzando y las mermas productivas de igual manera.
Hoy, ya lo sabemos, el mundo y el país están en una crisis de salud y económica como no se había vivido en muchos años y los empresarios comienzan a asomar la cabeza para decir que es tiempo ya de reabrir sus changarros, chicos, medianos o grandes, pues a todos les afecta ya sobremanera este anormal encierro.
Es lógico pensar que la magnitud del daño causado por el coronavirus va más allá de lo estrictamente sanitario y alcanza niveles desproporcionados en los aspectos económicos y psicológicos de la sociedad.
Mañana, cuando las escuelas reciban a los pequeños; cuando las empresas rehabiliten sus líneas de producción; cuando los comercios vuelvan a admitir hasta a la tercera edad, y cuando en los diversos giros de servicios vuelvan a llenarse de la bulliciosa clientela, entonces veremos que nada será igual.
Habrá desconfianza, sí, de quien traiga un cubrebocas o se le asome un simple catarro y las condiciones de restaurantes, escuelas, peluquerías y fábricas serán ataviadas con una muchacha que conocimos a lo largo de la pandemia: Susana Distancia.
Pero, eso sí, habremos descubierto que todos necesitamos de todos. Que el mas rico, como el mas pobre, son susceptibles de contaminarse por igual con males que pueden llevarnos a un lugar común: el cementerio, independientemente si acumulamos mas o menos bienes.
Por eso, al concluir esta situación poco agradable, sociedad y gobierno tienen que tomarse de la mano y velar por los que menos tienen, pero no con visos electorales sino con la sana preocupación de que al irle mejor a los mas vulnerables, a la nación también le irá mejor.
Habrá muchas estrategias para devolver la robustez a la economía, pero, repitamos, todo tiene que darse de común acuerdo entre pueblo y autoridades.
De otra manera, ninguna lección habremos aprendido del Coronavirus.
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