El pulso geopolítico del siglo XXI se mide tanto en el fragor del comercio como en la desesperada carrera por mitigar el desastre climático. La política ambiental de los Estados Unidos bajo la presente administración es una sombría contradicción a los consensos internacionales, despertando la alarma científica. Se trata de un retroceso calculado que amenaza con hipotecar el futuro del planeta, priorizando una visión extractivista de la economía y desmantelando la arquitectura regulatoria construida durante décadas.
La principal preocupación, un eco que resuena desde la Academia Nacional de Ciencias hasta los think tanks más respetables, es el aumento significativo de las emisiones de gases de efecto invernadero. Esta subida se cimienta en la reversión de la acción climática, cuyo centro fue el abandono del Acuerdo de París, minando el compromiso global. Además, se han revocado regulaciones clave, desmantelando políticas que impulsaban la inversión en energías limpias, en lugar de aprovechar la Ley de Infraestructura Bipartidista del Gobierno anterior.
El motor de este giro es la priorización del petróleo y gas, maximizando la extracción corporativa en tierras y aguas federales. La aprobación de proyectos polémicos, como el gigantesco Proyecto Willow en Alaska —que liberaría las emisiones de un millón de automóviles al año, según análisis del Centro para el Progreso Americano—, y la reactivación de oleoductos (Keystone XL y Dakota Access), evidencian una miope visión de corto plazo.
Esta estrategia conlleva una mayor huella de carbono y riesgo exponencial de derrames, que ponen en jaque ecosistemas frágiles. Se suma el debilitamiento de normas ambientales y la relajación de estándares de ahorro de combustible. Esto, según análisis de la Union of Concerned Scientists, podría resultar en la liberación de miles de millones de toneladas adicionales de dióxido de carbono en la próxima década.
La administración ha declarado la guerra a la transición energética, extendiendo un salvavidas a la industria del carbón, que produce más emisiones de dióxido de carbono por kilovatio hora de energía que casi cualquier otra fuente en EE. UU. (Administración de Información de Energía, EIA). Los decretos firmados por el presidente buscan evitar los cierres de numerosas centrales y abrir más de 52 mil kilómetros cuadrados de tierras federales para la minería de carbón, prometiendo subsidios por US $625 millones para la “modernización” de centrales. Este impulso desafía las tendencias de la OCDE, donde la generación a base de carbón ha disminuido más del 50%, y esencialmente prolonga la vida útil de las instalaciones más sucias, forzando un aumento innecesario de la polución atmosférica en aras de una falaz "seguridad energética".
El ataque a la ciencia y a las agencias de regulación ambiental se ha manifestado en recortes y la eliminación de la ciencia del clima en entidades como la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) y la Agencia de Protección Ambiental (EPA). Se busa retirar autoridad a la EPA para regular los gases de efecto invernadero (GEI) bajo la Ley de Aire Limpio, atacando la determinación que hizo la agencia en 2009: el "hallazgo de peligro", la base legal que calificó a los GEI como contaminantes que amenazan dramáticamente la salud y pública. Revocarlo equivale a desarmar a la EPA de su herramienta más potente para combatir la crisis climática. Esta erosión institucional no es simbólica: el desmantelamiento de agencias dedicadas a la justicia ambiental y la reducción de expertos en áreas críticas disminuye drásticamente la capacidad gubernamental para monitorear y hacer cumplir las leyes.
El resultado directo es un debilitamiento de las protecciones ambientales y la salud pública. La socavación de partes esenciales de la Ley Nacional de Política Ambiental (NEPA) reduce la vigilancia gubernamental y la revisión de proyectos con impacto ambiental significativo. En el ámbito de la salud, el retroceso en la clasificación de sustancias químicas peligrosas, como los PFAS o "sustancias químicas permanentes" —conocidas por su persistencia y sus vínculos con el riesgo de cáncer y daños a la salud reproductiva, de acuerdo con la Agencia para Sustancias Tóxicas y Registro de Enfermedades (ATSDR)—, representa un riesgo creciente para millones de ciudadanos.
Por su parte, la ciencia y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) confirman que los eventos climáticos, como sequías en el Corredor Seco Centroamericano y huracanes intensificados, son factores de expulsión que se suman a la pobreza. Al promover la crisis, Estados Unidos exacerba directamente la migración ambiental, generando las mismas crisis que busca solucionar con muros y militarización. La pesadilla del Bumerán Climático: la regresión ambiental se devuelve al otrora “Faro del Mundo” en forma de catástrofe humana, erosión de la confianza global y aceleración de la crisis planetaria.
El Dr. Castro fue consejero externo para el Gobierno Mexicano y presidente de la comisión de asuntos fronterizos del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME). Ha sido catedrático, decano y vicerrector para desarrollo internacional en Pima College de Tucson, Arizona.