De política y cosas peores
A veces no me acuerdo de lo que hice o dije hace un instante. Peor aún, me falla la memoria. Ante los malos recuerdos traigo a la memoria los buenos
Los malos recuerdos son muy malos. Te asaltan por la noche en medio de la duermevela y te agarran a navajazos de remordimientos. De día es muy fácil hacerte pendejo, si me es perdonado el vulgarismo, pero de noche no. Tienes que enfrentar a esa implacable mujer que es tu conciencia, a la que no puedes oponer tu inconsciencia. Le preguntas, avergonzado y afligido: "¿Ése soy yo?". Y te responde, inexorable: "Sí. Ése eres tú". Y no hay lugar del sueño donde puedas esconderte. Supongo que así va a ser el Juicio Final, pero a lo bestia. Contra el asedio de los malos recuerdos yo tengo una defensa: los buenos recuerdos. Confieso que en ocasiones me falla la memoria. A veces no me acuerdo de lo que hice o dije hace un instante. Peor todavía: me falla la memoria. Pero ante los malos recuerdos traigo a la memoria los buenos. Y entre ellos está el de aquel grupo de amigos que contribuyeron a hacer de mi juventud un tiempo casi tan grato como el que estoy viviendo ahora. Nuestras reuniones eran felicísimas porque entre nosotros no había ni abstemios ni borrachos, y porque prohibíamos estrictamente la práctica de dos artes entonces muy de moda: la oratoria y la declamación. En nuestra mesa había buenos vinos y viandas buenas, pero no discursos ni recitaciones. La charla era viva y animada. ¿De qué hablábamos? De mujeres, claro. Y luego de Dios, de música, de libros. Y de mujeres, claro. De películas. Y ¡qué películas! "El puente de Waterloo". "Cumbres borrascosas". "Qué verde era mi valle". "La buena tierra". También hablábamos de mujeres, claro. A veces sucedían cosas raras. Uno de nuestros amigos era católico devoto, de misa y comunión diarias. Siempre abandonaba la reunión poco antes de las 5 de la mañana para ir a misa de alba. Una vez le escondimos los zapatos, que se había quitado a fin de estar más cómodo. Con eso queríamos evitar que nos dejara. Se fue a la misa en calcetines, y en calcetines comulgó. Si eso no es devoción no sé qué sea. A propósito de sucesos extraños recordé el caso de aquel sujeto a quien, borracho perdido, le dio una noche por ir a visitar en el panteón a su padre, recién muerto. Quería pedirle perdón por sus calaveradas. (Demasiado tarde. Los perdones se deben pedir "en vida, hermano, en vida"). Al buscar la tumba de su progenitor cayó en otra recién abierta. Ahí se quedó dormido por efecto del alcohol. Al despertar por la mañana se asustó al verse en aquella fosa. Pero lo etílico no le había quitado lo analítico. Se dijo: "No nos dejemos llevar por el pánico. Analicemos bien la situación. O estoy vivo o estoy muerto. Si estoy vivo ¿por qué me hallo en una tumba? Y si estoy muerto ¿por qué chingaos tengo tantas ganas de mear?". Yo creo que en el asunto de Loret de Mola el Presidente López Obrador se dejó llevar por el pánico. Pensó en los efectos que para su régimen -y sobre todo para él mismo- tendría la conducta de su hijo en el malhadado asunto de la casa gris, y en vez de analizar bien la situación se soltó con una andanada de injurias contra el periodista; violó la ley al exhibir sus ingresos y se mostró amenazante ante los comunicadores. Dicho de otra manera, perdió los estribos. Con eso perdió también figura, y otra vez desdoró la investidura presidencial. Sucede que AMLO no sabe analizar. Sabe solamente banalizar. Ya veremos a qué nuevo truco de vendedor de feria recurre para apartar la atención del público de este conflicto con Loret en que tan mal se ha visto y que tan mal paradas ha dejado sus prédicas sobre honestidad, austeridad, moralidad, legalidad y respetabilidad. Y hoy no cuento más chistes. Con ése es suficiente. FIN.