De política y cosas peores
El joven recién casado le confió a su padre: “Batallo mucho para que mi esposa acceda a hacer el amor. No le gusta el sexo. En vez de casarse debió irse de monja”. “Hijo mío -suspiró el papá-. Entonces yo estoy casado con la reverenda madre superiora”. Una socia relató en la merienda de los jueves: “Cometí el error de darle 500 pesos a un vago alcohólico, desvergonzado y holgazán”. Preguntó una de las asistentes: “Y ¿qué dijo tu marido?”. Contestó la señora: “Dijo; ‘Gracias’”. El novio de Glafira, la hija de don Poseidón, no daba trazas de despedirse pese a que era ya la una de la madrugada. El severo genitor le indicó al boquirrubio: “Joven: aquí apagamos la luz a las 11 de la noche”. “Apáguela, señor -replicó el galancete-, al cabo Glafira y yo no vamos a estar leyendo”. El encargado de la tienda de mascotas le dijo a doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, marido tarambana: “En efecto, señora: la gran serpiente llamada anaconda es capaz de tragarse entero a un hombre de la estatura y peso que usted dice. Pero aquí no vendemos anacondas”. Se piensa generalmente que el lunes es el primer día de la semana. No hay tal. El primer día de la semana es el domingo, al que los creyentes llaman día del Señor. Del latín “dominus”, señor, dueño, amo, proviene el nombre del domingo. El lunes, al contrario, no tiene buena fama, quizá por ser, eso sí, el principio de la semana laboral. Ese día volvemos cansinamente a la rutina cotidiana después del paréntesis que abrimos el jueveves y cerramos el domingo, día en el cual los cristianos pedimos perdón por los pecados que cometimos en el curso de la semana y que volveremos a cometer en la siguiente. No ha de extrañar, entonces, que el chiste que ahora sigue contenga una palabra altitonante, de ésas que los dómines de férula y palmeta llaman “malas”, siendo que no hay malas palabras: su calidad depende del uso que de ellas se haga. En Alvarado, Veracruz, oí a una señora decir con toda naturalidad en el mercado: “Soy la mamá de aquel hijo de puta que está allá”. Las malas palabras no son ésas: son las que se usan para mentir, difamar, injuriar o estigmatizar. La palabra es una de las más altas cualidades que caracterizan a la especie humana y que hacen al hombre ser lo que es. Prostituye y sobaja la palabra quien la utiliza como instrumento para propalar mentiras, presentar otros datos distintos a los que muestra la realidad, injuriar a sus adversarios o poner en pública picota a los que de él disienten, a más de rendir supuestos informes en los que nada informa. Pero basta de circunloquios o perífrasis y vayamos al chiste que contiene la palabra altitonante. Un individuo en competente estado de embriaguez salió haciendo eses de un hotel de lujo y le ordenó al hombre uniformado que estaba en la puerta, a quien tomó por el portero: “Consígueme un taxi”. “¡Señor mío! -se indignó el de uniforme-. ¡Soy comodoro!”. “Y yo soy como la chingada” -ripostó con tartajosa voz el ebrio. Doña Uglicia fue al Museo Latinoamericano de Arte (MULA). Vio un cuadro y llamó con acritud al guardia: “¿A esto llaman ustedes arte?”. “No, señora -respondió cortésmente el cicerone-. Lo llamamos espejo”. Una linda chica americana entabló conversación en un bar de Las Vegas con un joven turista mexicano. Le dijo: “Me llamo Carmen”. “Bello nombre -comentó el muchacho-. En México se usa mucho”. Aclaró la chica: “En realidad mi verdadero nombre es Gwendolyn, pero me puse ‘Carmen’ porque me gustan mucho los autos y los hombres. Car-men. ¿Entiendes? Y a propósito, tú ¿cómo te llamas?”. Respondió el mexicano con una gran sonrisa: “Pancho Chevenachas”. FIN.