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Las Plumas

“¡Benditos ladrones!”

Un par de ebrios envalentonados por el alcohol, cavan un sepulcro y, sin querer queriendo, le devuelven el brillo en los ojos a un padre afligido

Jesús Huerta Suárez

Esa mañana, don Lorenzo, el hombre más rico del pueblo, descubrió que la muerte le había arrebatado lo que más quería: a su hija Martita. Su única hija. Su adoración. Estaba devastado y no dejaba preguntarse una y otra vez el por qué había muerto su amada hija; por qué su Martita del alma, que ni los 25 años había cumplido, había partido…—“Si estaba muy sana, mi'ja; un poco pálida y lenta para andar, pero nada le dolía”, — sollozaba.

“¡Muerte embustera! ¡Muerte embustera!” —gritaba don Lorenzo.

— “¡Tú me juraste que después de llevarte a mi mujer, si me portaba bien, no volverías a pisar esta casa, hasta que a mí se me llegara la hora…y no estás cumpliendo!”

“¿¡Por qué llevarte a mi única hija!?”— muerte tramposa, gemía el doliente…

La velación de Martita fue en la hacienda en la que vivían. Ahí, en la terraza principal, junto a la caballeriza, adornaron con flores y velas, y colocaron el ataúd rodeado por docenas de sillas.

Era un cofre blanco tornasol con incrustaciones doradas y plateadas. Al fondo, pusieron un retrato enorme de la muchacha montada en su caballo alazán.

Don Lorenzo le pidió a su Nana que la arreglara de tal manera que luciera como una reina. Y así fue.

La gente fue llegando poco a poco a la velación, y después de darle el pésame, pasaban a rezar una oración por el eterno descanso de su alma. Todos se quedaban sorprendidos de lo bonita que se veía y de las joyas que portaba.

Fieles a sus creencias, el cuerpo debía ser sepultado antes de que se metiere el sol el mismo día en que murió. Después de las ofrendas y de la bendición del cuerpo, el cura dijo, descanse en paz…. y don Lorenzo se soltó llorando desconsolado…, “La vida no termina en la tumba, existe la resurrección, hijos míos”, aseguró el padre para consolarlo, y procedieron a sepultarla.

Para esa hora de la tarde todo el pueblo sabía de la muerte de la hija de don Lorenzo. En todas partes se hablaba de eso, incluso en las cantinas…

— ¿Supiste de la muerte de Martita, la hija de don Lorenzo?— preguntó Onofre a Román.

¡Claro! ¡Todos lo sabemos!— le contestó, — y siguieron tomando hasta que la cantina cerró…

Ya ebrios, Onofre le dijo a Román que lo acompañara al panteón a conocer la tumba de la joven. Al llegar la reconocieron, porque aún ardían algunos de los cirios que le habían puesto. En realidad, la intención de Onofre era robarle las joyas que sabía que la difunta portaba, y los pusieron manos a la obra.

Con una varilla comenzaron a abrirla, y en cuanto rompieron la loza escucharon unos gritos desesperados… ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Sáquenme de aquí! ¡Sáquenme de aquí! Pero los ladrones salieron corriendo despavoridos.

Martita sola se levantó y se fue caminando a su casa, llorando todo el camino. Estaba consternada, pensaba que estaba teniendo otra de sus constantes pesadillas, pero no dejaba de caminar.

Su padre, al verla llegar a su casa, casi se infarta. Su nana corrió a abrazarla, mientras que ella les contaba entre llantos que de repente abrió los ojos y vio que estaba en una tumba, y que gracia a un par de hombres que abrieron el sepulcro, pudo sobrevivir y no morir asfixiada, porque lo suyo había sido un ataque de catalepsia que nadie pudo detectar y la enterraron.

A la mañana siguiente, don Lorenzo salió a buscar al par de delincuentes, gritando “¡Benditos ladrones! ¡Benditos ladrones!”, pero estos se habían ido del pueblo temiendo que Martita los pudiera identificar, pero, en realidad, lo que don Lorenzo quería era gratificarlos con harto dinero y joyas por salvarle la vida a su hija, y no descansaría hasta encontrarlos.

Jesushuerta3000@hotmail.com