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Las Plumas

Amores que matan

Jesús Huerta Suárez

La muerte ronda por todos lados y Cajeme, lógicamente, no se escapa de la mano de la huesuda. Es más, la muerte parece amar nuestra tierra tanto que aquí y allá se la lleva blandiendo su guadaña sin descanso alguno, mientras aquí estamos sin que nadie sepa ni cómo ni cuándo, pero a todos nos va tocar. Es este el destino que todos habremos de compartir: ricos, pobres, buenos, malos, hombres, mujeres, niños y ancianos; todos habremos de coincidir, al menos por primera vez, en algo. Es en este acontecimiento en donde todas y cada una de las existencias terminan, pero esto no es nada nuevo, lo sabemos desde hace cientos de miles de años, pero aun así, la muerte sigue siendo ese gran acertijo que habita en la mente de las personas y nublando de miedo la razón.

Hay quienes se ríen de la muerte, en cambio hay quienes preferirían no haber nacido para no tener que morir. “Es que, al morir, se siente uno tan solo que da miedo nomás de pensarlo, dice la Rosa. Y si por mis pecados me habrán de juzgar el día que fenezca, pues mejor me voy a rezar antes de que me encuentre la Parca, dice el Juan”, y corren y corren como almas que lleva el Diablo tratando de escapar, olvidando que podemos correr pero que no nos podemos esconder.

…Y fue en un abrir y cerrar de ojos, de tan rápido que ni cuenta me di, que pasó mi vida, y ahora llegó mi hora de morir, justo cuando sentí que empezaba a vivir, pensarán otros.

La muerte, esa desangelada calaca que vive (¡Oh paradoja!), de apagar chispas divinas de los antes vivos. Que nutre sus entrañas con las médulas de los que una vez le sonrieron. Que arranca de golpe la vena que nutre al corazón y seca en lágrimas el agua de los cuerpos. Es la muerte que nos visita, la visita menos esperada y la más mal bienvenida. Es ella que se escabulle entre los patios de las casas, entre las camas de los hospitales, entre las manos de los amantes, entre los días y las noches; simplemente entre todas partes, blandiendo su hoz afilada y su sonrisa amarilla que nos deja sin aliento.

Va y viene sobre los carros de lujo; arremete a los bueyes que halan la carreta; pone piedras al camino para que te hagan regresar a donde estabas antes de nacer. Ella metió su rebozó entre las aspas de los aviones creyendo que tu alegría se debía a que muy pronto con ella estarías, sin saber que lo que ella olvida es lo que a ti te hace vivir, y ha sido ella quien ha vestido de negro virtual al mundo durante esta pandemia…

La doña de los huesos largos te acompaña mientras degustas en familia los sagrados alimentos. Corta con sus uñas las lonjas de las nobles carnes que te colman. Bate con sus dedos los hielos de ese güisqui que te sabe a gloria. Sus cabellos seducen tus sentidos con diáfanas caricias que te enloquecen; y cuando te entregabas en cuerpo y alma a las tareas propias del amor, ahí estaba ella esperando que a solas estuvieras para tratar de conquistarte con sus fríos besos.

El día en que abriste por primera vez los ojos y tus ojos enceguecieron por la luz, ahí estaba la muerte, precisamente esperando el día en que tus ojos por fin se cerraran a la oscuridad. Y ahí estaban también, los que te querían, llorando y sufriendo tú partida, mientras ella se reía, y no del dolor de los otros, sino porque sabía que un día no muy lejano también tu familia se iría. Ella no es mala, ni nos quiere hacer daño, es sólo que ella no sabe que el amor sólo se da en vida. En vida, hermano.