Misión en la Antártida: Salvar la Tierra
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Como era de esperar, hay normas de obligado cumplimiento para todos, sean científicos, técnicos o guías de montaña; son la clave para una buena convivencia. Lo fundamental son los horarios fijos de comidas para no colapsar la cocina, en la que Daniel prepara menús suculentos. ¡Los domingos hay churros! También es importante la reunión de las ocho de la tarde, momento en el que todos juntos escuchan en la cómoda sala de estar-biblioteca-cine las previsiones de Jaime, de Aemet, siempre con elaborados gráficos en la gran pantalla en la que alguna noche se proyecta una película, como Parásitos, o un cursillo de primeros auxilios alguna tarde de sábado. Luego, cada grupo irá contando sus planes y necesidades de apoyo para el día siguiente, que el jefe de base organiza antes de la cena. “No olviden llevar encima un radiotransmisor para avisar de entradas y salidas. Hay que tener localizado a todo el mundo porque esta base es tan cómoda que se nos olvida dónde estamos, que es un lugar aislado y con riesgos aunque no lo parezca”, explica Felipe. “Ah, y nadie se saltará el turno de apoyo a la cocina. Aquí colaboramos todos poniendo y quitando la mesa cuando toque”. El momento de relax llegará después, y mientras unos organizan una partida de backgammon (el juego estrella de la campaña), otros amenizan la velada con una guitarra y los hay que prefieren desentumecerse de las horas de laboratorio con una partida de pimpón. Si no hay nubes, el espectáculo del cielo antártico no tendrá competencia.
Los investigadores no tardan en instalarse en sus rutinas de trabajo. Traen planificadas las actividades desde España, y si bien algunos están a expensas del clima, otros no dependen de factores externos, así que tras el desayuno se van a sus laboratorios y se ponen en marcha. Entre los que salen cada día está el grupo del proyecto de la UPM que dirige Francisco Navarro. Hay dos glaciares de Livingston que controlan desde hace 20 años, el Johnson y el Hurd, y aunque son pequeños para las dimensiones antárticas, están ayudando a conocer muchos de los secretos mecanismos que oculta el hielo en este continente. En esta segunda fase han venido el glaciólogo Ricardo Rodríguez, un veterano polar, y el joven José Manuel Muñoz. “Tenemos registros del Johnson desde comienzos de este siglo y referencias históricas desde 1957, y hemos visto que hasta el año 2000 su hielo retrocedió, pero luego se estancó e incluso aumentó su masa, hasta el punto que parecía que se iba a tragar la base búlgara; sin embargo, desde la campaña de 2016 de nuevo va para atrás”, explica Rodríguez mientras se coloca los esquís.
Un viento gélido corta la piel cuando comienza la ascensión a la zona superior del hielo. Nos acompañan guías de montaña, que ayudan a transportar el equipamiento. Todos vamos encordados para evitar caer en alguna de las grietas, auténticas bocas del averno en las que no se ve el fondo. Al parecer, otros años venían con motos de nieve, pero en esta campaña no. El objetivo son los puntos donde años anteriores dejaron instaladas estacas de madera que, clavadas a dos metros de profundidad en el hielo, les sirven para averiguar cómo avanza el glaciar. Al final de esta mañana gris, llegamos hasta un punto que alguien bautizó como Despeñaperros y desde donde se ve el otro lado de la costa de Livingston en todo su esplendor.
Casi todas las estacas que se han encontrado estaban en el suelo o a punto de caerse. Solo en 3 de las 61 controladas en ambos glaciares han podido medir la altura de nieve respecto a 2019. Ricardo Rodríguez no disimula su asombro: “Desde que vengo en 2007, nunca había visto tantas tiradas. Puede deberse a un deshielo mayor o porque quizá cae menos nieve. En realidad, como no sabemos cuánta cae, este año hemos instalado con el Instituto Geográfico Nacional (IGN) y el apoyo del Ejército de Tierra una estación del sistema global de navegación por satélite (GNSS) que nos ayudará a saberlo y así controlar mejor si la masa gana o pierde durante todo el año. Si esto sigue así, el glaciar no se regenerará y desaparecerá”, augura.
El Johnson no llega al mar. En la costa, junto al frente del glaciar, las perezosas focas de Weddell y algún pingüino papúa se mueven entre los miles de fragmentos de hielo que ha dejado la marea. Algunos son desprendimientos del propio Johnson. Por el gigantesco muro de hielo azul y negro chorrean litros de agua derretida como miles de grifos abiertos. En la base tiene un boquete-cueva que está desgajando su aparente solidez. En realidad, es la visión del mismo retroceso que experimentan el 87% de los glaciares en el occidente antártico. En su caso, pese a los años de estabilidad documentado de su masa, su zona central ha retrocedido 140 metros desde 1990. Y a su vera, el glaciar Hurd no está mejor. Hace décadas que no llega al mar y este año su lóbulo Sally Rock perdió otros 7 metros de hielo, que se suman a los 252 metros de retroceso que tenía acumulados desde 1957. Ahora, la playa de piedras que ha dejado en su huida es el paraíso elegido por decenas de elefantes marinos para solearse.
Junto con los glaciares, uno de los lugares con las mejores vistas en Livingston es el monte Reina Sofía. Subir hasta su cima por el desmenuzado periclasto volcánico requiere una mínima forma física, pero es el lugar escogido por muchos proyectos para poner antenas, estaciones y sensores de diversa índole. Ahí hay una estación meteorológica de la Aemet, el receptor instalado este año para controlar el glaciar vía satélite, medidores de contaminación de metales pesados y otros dispositivos que controlan una capa que no se percibe a simple vista, pero cuya estabilidad, como la de las masas de hielo, está en crisis. Se trata de los suelos congelados o permafrost, que se están viendo alterados por el cambio climático.
El grupo del geólogo Miguel Ángel de Pablo, de la Universidad de Alcalá de Henares, tiene instaladas 13 estaciones para medir la temperatura de estos suelos y 2 que monitorizan su capa activa, tanto en esta isla como en Decepción. Incluso hay una en el campamento de la península de Byers, una instalación estacional que se gestiona desde la base Juan Carlos I y es un lugar de especial protección por su riqueza natural. Su trabajo consiste en mantenerlo todo en buen estado y recoger los datos que registran. “Este año parece que ha hecho más calor, pero lo que miramos son las series y detectamos que el permafrost se está calentando, que ahora está a -1 grados donde antes estaba a -2 o -3 grados. Si sigue esa tendencia, también desaparecería, y eso supondría la movilización de otra gran cantidad de agua que, como la de los glaciares, cambiaría las temperaturas de los océanos que regulan el clima; en definitiva, un cambio en la ecología global. Es un riesgo que aumenta según el permafrost se acerca a los cero grados”, apunta el científico.
Los sensores que recogen los datos están bajo la tierra y la roca, a una profundidad de entre 50 y 80 centímetros. En algunas zonas, por debajo hay hasta 200 metros de permafrost, aunque en superficie nada lo indica. Es más, ese suelo helado puede estar cubierto de la vegetación que ocupa el territorio sin hielo.
Precisamente este año hay varios proyectos centrados en esa vegetación polar. “Cuidado. No hay que pisar fuera de los senderos. Esas manchas de las piedras son tesoros a conservar. Son líquenes”, recuerda Riba a los despistados. Y es que en torno a la base hay espacios protegidos en los que crecen las dos únicas plantas vasculares que existen en la Antártida, además de líquenes, de los que hay unas 500 especies diferentes en el continente, y musgos que se extienden creando islas de verdor sobre la tierra negra por los que pasean crías de pingüino papúa y algún que otro skúa, un especie de págalo, un ave de gran tamaño muy común en estas tierras.
Es el jardín que rodea el módulo que aloja, entre otros, el laboratorio de biología del proyecto Eremita, de la Universidad de Mallorca. Experimentan con todo vegetal que cae en sus manos. Cyril Douthe los recoge, Melanie Morales los tortura con radiaciones de infrarrojos y Margalida Roig mide su fotosíntesis. A veces los exponen a temperaturas muy altas. Otras los congelan. “Forma parte de un proyecto global de tolerancia de la vegetación a condiciones de mucho estrés ambiental. Se trata de descubrir cómo hacen para sobrevivir en invierno. El musgo, por ejemplo, sabemos que en esos meses inhibe la fotosíntesis. Es una estrategia propia, única. Por ello, si desaparecen estas especies con el cambio climático, que favorece la llegada de invasoras, perderíamos una biodiversidad genética fascinante por su capacidad de supervivencia de la que podemos aprender mucho”, explica la bióloga Alicia Perera. A lo largo del mes, es difícil no verla inmersa en su mundo de musgos, a los que pone cables y sensores para no dejar escapar ningún detalle de su fisiología.
Sobre especies invasoras saben muchos los investigadores del proyecto Anteco de la Universidad Rey Juan Carlos, entre los que está el catedrático Javier Benayas. Pasa la campaña a bordo del Hespérides, donde en cuanto llegó desplegó su equipo de recolección de colémbolos, unos microartrópodos imperceptibles a la vista humana que se encargan de descomponer la materia orgánica de los suelos. Ya es un experto en subir y bajar del buque. “Claro que han llegado especies invasoras a la Antártida. En flora, el pasto europeo Poa pratensis, en cuya erradicación ya participamos hace años, y también el Poa annua, que ya he encontrado en varios lugares.
Pero este año buscamos colémbolos porque de la veintena de especies que tenemos en la península Antártida, seis son aliens que se han traído de fuera, no sabemos cuándo, y vemos que se extienden, ayudados por las aves o el viento. Son unos bioindicadores muy buenos de los impactos que generamos tanto humanos como el cambio climático”, explica. Al poner el ojo en el microscopio se ven unos diminutos bichos con patas y antenas, unos más claros y otros más oscuros.
Sus compañeros del proyecto, Luis Rodríguez Pertierra y Pablo Escribano, se han quedado en la base Gabriel de Castilla, en la isla Decepción. Bastan unas cinco horas de navegación para viajar hasta allí desde Livingston. Es un lugar peculiar, una isla con forma de rosquilla mordida, la caldera inundada de un volcán que sigue activo. La Gabriel de Castilla, gestionada en este caso por el Ejército de Tierra, es la única nota de color en medio de un paisaje en blanco y negro, un mundo de hielo y lava que acoge a grandes colonias de pingüinos barbijo y una biodiversidad muy vulnerable.
Cuando se pasean sus cráteres es fácil imaginarse en otro planeta. En el módulo de vida de esta base se respira el aire de los sitios que acumulan historias en sus paredes: fotos de campañas anteriores, recuerdos de visitas, placas… Entre militares y científicos, tiene espacio para 32 personas, que duermen en pequeñas habitaciones con cuatro literas. Las ventanas están tapiadas para que no entre la luz en esos días interminables en los que el sol no acaba de dar paso a la noche. A lo largo de la jornada se suceden las videoconferencias con colegios.