Madre solo hay una

Por: Eduardo Sánchez

En cuanto se hizo de noche, salí a caminar por el centro de la ciudad, hasta que de pronto escuché unos lamentos que me hicieron detener el paso. Los sollozos me inquietaron y quise averiguar qué estaba ocurriendo. Volteé para todos lados y no vi a nadie, pero seguí escuchando los lamentos. Volteé de nuevo y fue entonces que me encontré con un par de lucecitas que brillaban en la oscuridad. Poco a poco me fui acercando y descubrí que eran los ojos de una señora madura los que brilla­ban y era ella quien gemía.


Su cara, aún muy bella, estaba marcada por arrugas como surcos de ríos por donde le corrían las lágrimas. Su pelo estaba enma­rañado, pero era de un maravilloso color café en diferentes tonalidades. El correr del viento hacía que su cabello volara para todos lados, causando una serie de remolinos que me impedían mantener la atención en sus ojos.



En sus manos regordetas tenía un paño que un día debió ser blanco, pero que aho­ra lucía sucio y gastado. Observando con disimulo noté que usaba un hermoso vestido color turquesa, pero que ahora estaba roído y con manchas de sangre y aceite por do­quier…



—¿Qué le aflige, señora? ¿Le puedo ayudar en algo? — le pregunté.



“Es que me duele mucho lo que está pasan­do… y solo espero que el Creador del univer­so me perdone a mí y a todos mis hijos”—dijo con voz lastimosa.



—Pero, dígame qué le pasa—insistí.



“Mira —murmuró—sucede que yo tuve muchos hijos; tantos como hojas tiene ése árbol, y durante toda mi vida les di lo mejor de mí. Los cuidé, los alimenté, les di abrigo, les di noches de luna y días de sol. Por mis venas corrieron cual ríos de agua dulce, el mayor de los amores para todos ellos. Les re­galé montañas y valles; los mares, el viento y las nubes del cielo. También les di una gran variedad de animales de donde comieron y se ayudaran.



Los arrullé con el canto de miles de aves de todos colores y lavé sus cuerpos con la miel de las flores. Durante muchísimos años todo fue vida y dulzura entre nosotros, hasta que un día todo cambió, y el amor y la comprensión se convirtieron en avaricia y ambición cegando sus corazones. Comen­zaron a pelear entre ellos hasta sucumbir, y dejándome a mí herida de muerte y olvida­da…, es por eso que ahora me encuentras en este sucio escondite, llorando por el mal que mis propios hijos se han hecho. Nunca pensé que mi propia sangre me traicionara; si no me dieron amor, cuando menos respeto espe­raba, pero ni eso. Parece que no saben que, junto a mí, todo va a terminar, pues lo que le haces a tu madre, te lo haces a ti mismo”…



La señora, mirando al cielo, exclamó:



“¿Qué he hecho yo para merecer esto?”— Y cerró sus ojos y bajó sus brazos y comenzaron a llover lágrimas…



Esa señora era mi madre; nuestra madre, la Madre Tierra, que pidiendo clemencia a sus hijos.



Jesushuerta3000@hotmail.com

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