Por: Eduardo Sánchez
Se podría decir que nunca conocí a mi suegra, pues nos casamos tras sólo un año de novios y nos fuimos a vivir muy lejos de la tierra donde nació Raquel, mi esposa. Total, que a los seis meses de casados, Raquel me dijo que su madre vendría a visitarnos. La noticia no me agradó del todo, pues nos acabamos de cambiar a una nueva casa y aún no terminábamos de organizarnos como para recibir visitas. Pero bueno, cómo decirle que no a la suegra, más cuando mi esposa me hablaba tanto de ella, diciendo que era alguien muy especial y que se moría por venir. No pude negarme y cuando menos lo esperaba se apareció en la casa. Era la hora de la siesta y el timbre nos despertó; era ella quien se había pegado al timbre, hasta que le abrimos.Al abrir la puerta me encontré con una mujer mayor envuelta en una nube de humo. Vestía de negro de pies a cabeza y antes de saludarnos, comenzó a regañar a mi esposa, diciendo que se había tenido que venir en taxi, porque el teléfono decía que estaba fuera de servicio. La realidad es que siempre a la hora de la siesta lo descolgamos para que evitar interrupciones.
Me dejó con la mano extendida y corrió a abrazar a su hija. Nos dijo que entráramos a la casa, porque se estaba muriendo de calor y que el maldito taxi le había costado un ojo de la cara para traerla hasta nuestra casa.
En cuanto puso un pie dentro, comenzó a criticar nuestro estilo de adornarla: “Ay, Raquel, se ve que no tienes la menor idea de lo que es el estilo. Cómo se te ocurre combinar tantas cosas; y luego tantas figuras de santitos me hacen sentir en la iglesia; ¡qué mal gusto! Pero yo te voy a enseñar en estos días que estaré aquí”. No le dije nada, pero me dio mucho coraje que nos estuviera criticando nomás porque le dio la gana.
A la hora de la comida, le puso la mano en al hombro a mi esposa y le dijo que quería quedarse al menos dos meses con nosotros, pues, según dijo, necesitaba tiempo para recuperarse del divorcio de su ¡cuarto esposo!
A los pocos días pude suponer por qué se había divorciado cuatro veces. Se levantaba tarde y se ponía un batón con estampado de piel de tigre y así se quedaba todo el día. No hacía nada, excepto tomar. Desde que amanecía andaba con su copa de vino en una mano y un cigarro en la otra. A los días, con tal de no pelear con ella, la dejaba que fumara en mi casa. Pero, la verdad, odiaba que lo hiciera. Nunca nadie había fumado en mi casa. Tiraba las cenizas por donde iba pasando, y todo el día me subrayaba que me había sacado la lotería al casarme con su hija que era tan guapa y trabajadora.
Muy sutilmente me hacía sentir como que yo era poca cosa para ella. Y que no sabía cómo le había hecho para atraparla, pues ella siempre se había rozado con gente de la más alta sociedad de Sinaloa.
La verdad que no estaba seguro de seguir aguantando a mi suegra; además, tenía una boca que no dejaba de maldecir y de hablar de sus vivencias eróticas. Sí, porque platicaba con lujo de detalle su vida íntima con sus cuatro ex esposos.
Yo le contaba a mi esposa todo lo que hacía su madre mientras no estaba, pero decía que no le diera importancia, que muy pronto se iría. Para mí, cada hora con mi suegra era una pesadilla. Pero los días parecían no pasar. El colmo fue cuando Raquel me dijo que por motivos de su trabajo se pasaría unos días fuera de la ciudad, y su madre me comenzó a pedir dinero para sus gastos personales.
Una mañana me levanté con la firme decisión de irme de mi casa. Así lo hice. Cuando mi esposa llegó. Ella le dijo que el muy coscolino se había ido con otra. Eran mentiras. Este era sólo un matrimonio más que terminaba gracias a la suegra.
“¿Han visto el cuerpo de una ballena? / ¡Sí! / Pues ni más ni menos. / ¿Y la boquita de un hipopótamo? / ¡Sí! / Pues ni más ni menos. / ¿Han visto como mira una loca? / ¡Sí! / Pues ni más ni menos…” Banda Machos
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