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“Hay más luz cuando alguien habla”



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El niño estaba paralizado de la cintura para abajo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como palitos. En el contexto de aquél dormitorio colectivo del horror Levy, con extraordinaria agudeza, diferencia el trato anonadante dispensado al pequeño por parte de unas muchachas polacas (“demasiado tiernas y demasiado vanas, que lo mareaban con caricias y besos pero que rehuían su intimidad”) de aquel concedido por Henek, un muchacho húngaro de quince años.

Henek, se pasaba la mitad del día junto a la cuna de la pequeña esfinge, inmune al triste poder que emanaba; le llevaba de comer, arreglaba las mantas, lo limpiaba sin repugnancia y le hablaba en húngaro, con voz lenta y paciente. Luego de un período de esta rutina hecha de atención y palabras, de contacto y sonidos, el muchacho húngaro anuncia en la sala que el pequeño había dicho una palabra.

Algo incomprensible, parecido a mass-klo, matisklo. El lugar estaba habitado por gente que hablaba todas las lenguas de Europa. En el silencio y oscuridad de la noche todos los adultos aguzaron el oído para escuchar la palabra, los fonemas del niño, ansiosos por comprenderlo. Pero la palabra nunca fue descifrada.

En marzo de 1945 el pequeño muere, “libre pero no redimido”. La breve historia de la pequeña esfinge remeda la tragedia, evoca al héroe trágico, ese que se encuentra privado de la palabra y que tiene como único lenguaje el silencio.

Freud asociaba el camino del héroe al sufrimiento y se preguntaba “¿Por qué el héroe de la tragedia debe sufrir?” Del dolor que aflige al héroe, se dice que es aquello que lo acompaña hasta el fin de sus días y quizás lo único que queda de él. Aunque no descifrada, es una palabra, un fonema, lo que torna visible al cuerpo infantil.

Hay más luz cuando alguien habla, y esa luz que ilumina haciendo aparecer el cuerpo de un niño procede de la cadencia, de la rítmica y la melodía del lenguaje. Un cuerpo cuya institución, por no ser natural, requiere de una operatoria compleja. Los cuidados maternos están ritmados primordialmente por eso que merece vivir en la melodía.

Desde la rítmica del cuidado, del arrullo, del contacto, de las caricias, de las palabras y los silencios, de la presencia o ausencia, cobra visibilidad la imagen del cuerpo neonatal. La rutina de Henek de sentarse al lado del pequeño, permanecer inmune al cuadro trágico, alimentarlo, arroparlo, limpiarlo sin asco y con voz lenta y paciente, hablarle en húngaro, comienza a poner en juego algo del orden de la prosodia. Una dimensión, la prosódica, que sin duda atañe a la teoría del lenguaje pero en una vertiente más ligada al canto que al campo del sentido; más vinculada al querer decir que a lo dicho.

La prosodia bajo la forma de la cadencia no necesariamente involucra lo sonoro. Los cuidados maternos son la sonata en la que lo sonoro puede estar extraído y sin embargo una voz se transmite.

Tuve oportunidad de escuchar otra historia. La de un bebito que nace ciego y sordo. Al día siguiente del nacimiento, la progenitora se escapa del hospital y abandona el bebé. Ciego, sordo y abandonado… ¡Vaya modo desalentador de llegar al mundo!

El bebé pasa a una familia transitoria cuya madre comienza a ocuparse del bebé. El pequeño no escucha, no ve ¿Cómo se le transmite una mirada y una voz, que a su vez conllevan el lenguaje? La madre comienza a mirar y a hablar con su bebé (ya es suyo) con lo único disponible para el contacto: el tacto. Lo acaricia, lo acuna, lo arrulla, le dispensa esos cuidados que a su vez transmiten un deseo, el de la familia que acogió a la criatura.

La mamá toma la palma de la mano de su bebé y con sus dedos comienza a dibujarle marcas que van dejando marca. Los trazos invisibles en la palma de la manita llevan consigo una voz que a su vez sustenta una mirada ¿Hay luz, hay habla, con un bebito ciego y sordo? Sí, la voz de la familia está presente aún sin la sonoridad. La voz está impresa aún en el silencio y en la oscuridad, porque en el contacto entre los cuerpos la luz y las palabras se van transmitiendo. Porque los cuerpos mismos están tejidos con el hilo del lenguaje. El bebito de la historia, ciego, sordo y abandonado por su madre en el hospital, con el paso de los años aprendió Braille. Pero lo más importante: fue alojado en un deseo no anónimo, el de la familia que lo acogió.