Las Plumas

De política y cosas peores

He navegado por los Siete Mares, llegado a centenares de puertos, y no he hallado en el mundo una mujer que haga el amor como mi esposa

De política y cosas peores

"He navegado por los Siete Mares, y llegado a centenares de puertos en los cinco continentes, y no he hallado en el mundo una mujer que haga el amor con la pasión y la destreza con que lo hace mi esposa". Esa contundente y enfática declaración hizo el capitán del barco a los pasajeros que esa noche compartían su mesa. Dijo muy serio el grumete que servía de mesero: "Es cierto". En el Ensalivadero, solitario y romántico paraje, el cándido Simplicio le preguntó a la avispada Susiflor: "¿Puedo darte un beso?". Ella no respondió. Se molestó Simplicio: "¿Eres sorda?". Replicó Susiflor: Y tú ¿eres paralítico?". Si conocieras mi cabaña en el bosque te enamorarías de ella, y me la pedirías para pasar en ella, si no el resto de tus días, sí por lo menos una semana o dos. Yo te la prestaría gustoso, porque basta que seas mi lector para que tengas mi afecto. Pero una cosa te advierto desde ahora: aplican restricciones, como se dice en lenguaje comercial. Un cierto amigo mío entró en esa cabaña y profirió arrobado: "¡Qué hermoso lugar para venir con la mujer amada!". "No, cabrón -le dije de inmediato-. Éste es un lugar decente. Aquí tienes que venir con tu esposa". Mi cabaña es pequeña, aunque no tanto como los departamentos de 15 millones de pesos que se venden en la actualidad. Tiene piso de barro que brilla como oro bruñido, el famoso Saltillo Tile, regalo de su creador, mi inolvidable amigo Jesús "El Charro" Garza Arocha, y una chimenea que en el invierno, cuando hay nieve, da al mismo tiempo calor, luz, nostalgia y emoción, obsequio de su inventor y fabricante, Luis Jaime Tamayo, otro amigo queridísimo. Sus paredes son de ladrillo y cantera, y mi señora le hizo poner una terraza desde la cual se mira hacia el Oriente el lugar preciso donde el Sol se despereza antes de salir a trabajar por las mañanas. Ayer fui a mi cabaña del bosque y regresé triste, muy triste. La última vez que estuve ahí se hallaba en medio de un jardín; ahora está en un páramo. Los pinos que la rodean eran de un verde intenso, casi negro, y ahora tienen el grisáceo color del polvo que el viento levanta en altas espirales a las que los indios chichimecas que en los pasados siglos poblaban estas tierras llamaban Cachiripa, que es uno de los muchos nombres con que el diablo anda por el mundo. Es esta sequía que dura meses ya, a la que maldeciría si fuera dable maldecir a la naturaleza. A los que sí maldigo, y con las más sonoras maldiciones, es a los imbéciles que prenden fogatas en el bosque sobre esta yesca en que está vuelto el bosque; o arrojan la colilla del cigarro por la ventanilla del coche; o dejan tirada la botella de refresco o cerveza a través de la cual un rayo de sol enciende la hojarasca. Las más de las veces los incendios forestales son resultado de la estupidez humana. Se necesita un solo hombre para incendiar el bosque, y centenares para apagar el fuego o evitar que cunda. Yo imagino que las criaturas que en el monte habitan -el ciervo, el oso, el puma, el coyote, la codorniz, el guajolote silvestre, la ardilla, la perdiz, el conejo, la cotorra serrana, el pájaro azul- rezan esta oración todos los días: "De los pendejos líbranos, Señor". Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Una noche le llamó la atención ver a su vecino tratando de entrar a su casa -la del vecino- no por la puerta, sino por una ventana. Le preguntó, curioso: "¿Por qué va a entrar a su casa por ahí, vecino?". Le explicó el hombre: "Acabo de regresar de un viaje largo, y voy sorprender a mi esposa". "¿Ah sí? -dijo Capronio-. ¿Ahora con quién?". FIN.