Los sicarios llevaban por el monte al general y a sus compañeros con los que había ido a Cuernavaca a celebrar su cumpleaños
Por: Armando Fuentes (Catón)
Dos grandes amigos tabasqueños tuve y otro, al que nunca conocí y sin embargo visito con frecuencia. El primero fue Carlos Madrazo. Un grupo de cercanos partidarios suyos -había salido ya del PRI- nos reuníamos con él en Monterrey. Gustaba de ir a Chipinque, precioso sitio en las montañas a las que Othón dio el calificativo de "épicas". Ahí se trataban cosas de política, naturalmente, pero después de un par de whiskies don Carlos hacía a un lado el tema y hablaba de poesía. Recitaba algunos poemas, bellamente por cierto, entre los cuales recuerdo el muy famoso de José Juan Tablada: "Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida, /tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida". Me parece estarlo oyendo. No doy oídos a muchas cosas de hoy, pero sigo escuchando queridas voces del ayer. Otro amigo tabasqueño por quien sentí afecto y admiración fue don Alfonso Taracena. Coincidí con él en las páginas editoriales de "El Universal". Cuando nos encontrábamos en el periódico solíamos ir a un café de chinos, por Bucareli, a saborear el riquísimo pan dulce y el café con leche en vaso que sólo en los cafés de chinos se puede disfrutar. (Claro, exceptúo el de La Parroquia, de los señores Fernández, en Veracruz, pero ése es otro yantar). Don Alfonso, con su eterno paraguas colgado del brazo, evocaba siempre su solar nativo. Me decía: "En Villahermosa tenemos meses de 40 grados. Y luego empieza el calor". Leyó un libro mío sobre Madero y escribió: "Catón es el más acendrado maderista que hay en la tierra de Madero". Ahora bien: ¿quién es el amigo tabasqueño al que nunca conocí y al que visito con frecuencia? Es don Francisco J. Santamaría, autor de un espléndido "Diccionario de mejicanismos" (con jota escribía él la palabra) al que recurro un día sí y otro también para disipar mis dudas sobre nuestro vocabulario nacional. En cierta ocasión su pariente me invitó a visitar la casa en que vivió el maestro y me mostró un curioso artilugio de la invención de don Francisco, una especie de atril o facistol giratorio capaz de contener seis diccionarios, mueble que tenía al lado de su escritorio para poder consultarlos con rapidez. Aquí hago una apenada confesión. Quise hacerme un aparato igual, pero jamás lo conseguí. El señor Santamaría estuvo a punto de morir en Huitzilac cuando el proditorio asesinato de Serrano ordenado, se dijo en aquel tiempo, por Álvaro Obregón. Los sicarios llevaban por el monte al general y a sus compañeros con los que había ido a Cuernavaca a celebrar su cumpleaños. Iban a masacrarlos lejos de la carretera en la cual los emboscaron. Don Francisco simuló agacharse para abrochar las cintas de su zapato, y se ocultó tras un arbusto. Consumada la matanza huyó protegido por las sombras de la noche. Otilio González, saltillense él, una alta voz poética, perdió la vida ahí en plena juventud. Aplaudo ahora la decisión de López Obrador de rendir homenaje a otro ilustrísimo tabasqueño: Carlos Pellicer. Su poesía, hondamente arraigada en el agua de Tabasco, más que en la tierra, tiene el hálito del trópico, la fuerza de la selva, y al mismo tiempo la suavidad sedeña y el aroma de esas flores que son las blancas mariposas del bello canto tabasqueño. A Pellicer no lo traté. Lo vi sólo una vez en su casa, que abría generosamente para que todos pudiéramos ver el hermoso Nacimiento que cada año ponía en Navidad. Aplaudo, y con las dos manos, para mayor efecto, el homenaje que por instrucciones del Presidente López Obrador se le hizo en Bellas Artes a Carlos Pellicer. Un gobierno que rinde homenaje a un poeta deja por un momento de ser gobierno y se vuelve alma, y se hace sentimiento. FIN.