La expresión "algo huele mal en Dinamarca", o su variante más fiel, "Algo está podrido en el Estado de Dinamarca", de la famosa tragedia de Hamlet, de William Shakespeare, aludía a que existía una profunda corrupción y desorden moral en la corte real. Paradójicamente, en el siglo XXI, el país escandinavo se ha convertido en la metáfora inversa de la virtud cívica. Hoy, el reino ostenta la menor percepción de corrupción en el mundo, con el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de Transparencia Internacional situándolo con una puntuación cercana a los 90 puntos sobre 100. Este logro no es un milagro, sino la culminación de un largo proceso de ingeniería institucional que, desde el siglo XIX, separó de forma estricta los fondos públicos de la ambición privada, descartando prácticas que antes se consideraban parte aceptada del juego político.
El contraste histórico es elocuente. La "vieja corrupción" de la Edad Media y siglos posteriores, el clientelismo y el nepotismo inherentes a la monarquía, fue reemplazada por una administración regida por la ley y la transparencia. Esta transición institucional no ha ocurrido en muchos países. México, por ejemplo, con apenas 26 puntos en el IPC, sufre la persistencia de estructuras clientelistas bajo una fachada democrática. Esta gran diferencia no es sólo una cuestión de leyes, sino de la debilidad crónica de sus sistemas de justicia y la baja confianza social, factores que permiten que la malversación siga devorando recursos, cuyo costo para la economía puede estimarse en varios puntos porcentuales del Producto Interno Bruto (PIB).
La integridad danesa es, por tanto, el cimiento inamovible de su opulento Estado de Bienestar y la base de una de las economías más exitosas y estables del orbe, calificada por el Banco Mundial con un rank de 4 en la facilidad para hacer negocios. Este consenso, en contradicción con el sistema estadounidense, ha sido forjado por la hegemonía de la socialdemocracia. Los Socialdemócratas (Socialdemokratiet), o socialistas democráticos, han sido la fuerza más constante y dominante desde 1924, alternando el poder con el partido Venstre (un centro-derecha liberal conservador), lo que ha dotado al país de una previsibilidad institucional que se traduce en una gran confianza ciudadana en sus gobiernos, independientemente del partido en turno. El resultado es un país que permanentemente alcanza los lugares más altos en el Índice de Felicidad, con generosas prestaciones de desempleo, maternidad y paternidad, y amplios servicios sociales universales. Junto a otros países escandinavos, es lo que algunos intelectuales denominan "economías sociales de mercado".
Este modelo, que muchos gobiernos progresistas o de izquierda en el mundo ven como un ideal a seguir, buscando un equilibrio entre una economía de mercado altamente competitiva y una red de seguridad social extremadamente amplia y financiada por impuestos, exige una disciplina fiscal radical. El gasto social danés alcanza aproximadamente el 28% del PIB, en franco contraste con el 18.7% que destina Estados Unidos, un país que prefiere un modelo de "red de seguridad" delimitada y no universal, que sólo protege a los extremadamente vulnerables. Este diferencial marca dos filosofías irreconciliables sobre el papel del Estado y el ciudadano.
La divergencia se vuelve dramática al examinar el rubro sanitario. En comparación con Estados Unidos, Dinamarca logra una cobertura sanitaria universal y resultados de salud muy superiores (como una esperanza de vida más alta), invirtiendo la mitad de los recursos per cápita que invierte EE.UU. y dedicando un porcentaje mucho menor de su PIB al sistema de salud. En comparación con México, mientras Dinamarca destina cerca del 10% al 11% de su PIB al sector, México apenas logra invertir alrededor del 5.1%. Las consecuencias son palmarias: Dinamarca cuenta con aproximadamente 4.4 médicos por cada 1,000 habitantes, frente a los apenas 2.5 de México. Lo más lacerante es la disparidad en la mortalidad infantil, un indicador de la calidad del primer nivel de atención: por cada 1,000 nacidos vivos, Dinamarca reporta cerca de 2.4 muertes, mientras que México registra 12.7 defunciones. La ambición de emular el resultado danés con la inversión mexicana es, a todas luces, una quimera.
Aquí reside el sutil hedor que la utopía socialdemócrata no puede ocultar: su modelo es difícilmente exportable. Su éxito depende de una confianza social inquebrantable y de una tradición cívica construida durante generaciones. Esto facilita el consenso fiscal y permite la aceptación de impuestos que pueden superar el 45% del ingreso total, con un alto nivel de cumplimiento y confianza ciudadana en que su pago se traduce eficientemente en servicios públicos. En sociedades más diversas o polarizadas, esta confianza es prácticamente imposible. Más aún, el modelo escandinavo exige un mercado laboral tripartito donde Gobierno, sindicatos y sector patronal mantienen un acuerdo estable y vinculante, una realidad política y económica inexistente en el continente americano.
La verdadera lección de Dinamarca no es un mero catálogo de subsidios o servicios gratuitos, sino el resultado de un pacto cívico que exige una disciplina fiscal y una honestidad ciudadana e institucional que la mayoría de las democracias emergentes no están dispuestas o no son capaces de pagar. La ambición de replicar sus beneficios sin adoptar su cultura cívica es la máxima ingenuidad. No es la aspiración a la felicidad danesa lo que "huele mal", sino la ilusión global de creer que la virtud es un producto importable.
El Dr. Castro fue consejero externo para el Gobierno Mexicano y presidente de la comisión de asuntos fronterizos del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME). Ha sido catedrático, decano y vicerrector para desarrollo internacional en Pima College de Tucson, Arizona.




