La bailarina Alicia Alonso, última gran diva del ballet, murió el pasado jueves en un hospital de La Habana en el que había ingresado horas antes por una bajada de tensión arterial de la que no pudo recuperarse. En diciembre habría cumplido 99 años.
Era historia viva del ballet del siglo XX, su verdadero nombre era Alicia Ernestina de la Caridad Martínez del Hoyo, y nació el 21 de diciembre de 1920 en el cuartel de Columbia de La Habana, donde su padre ejercía de oficial de intendencia y caballería.
Alicia, a quien llamaban en la intimidad Hunguita o Hunga (por ser muy morena de pelo y de ojos negros, parecía una "pequeña húngara"), viajó con su hermana mayor a España, donde aprendió a tocar las castañuelas y los rudimentos de las danzas locales en temporadas que pasó en Cádiz y Jerez de la Frontera.
Alonso fue también una de las primeras bailarinas occidentales invitada en plena Guerra Fría a bailar en el Teatro Kirov (hoy, de nuevo, Mariinski) de Leningrado/San Petersburgo y el Teatro Bolshói de Moscú. Por una ventana la vio ensayar un estudiante algo díscolo llamado Rudolf Nureyev. Sus carreras no se cruzaron sobre la escena hasta una gala de Palma de Mallorca en 1990.
Sobre Alicia Alonso se ha escrito prácticamente todo: de su repertorio, de su estilo, de la longevidad de su carrera, del sello personal en los papeles clave del gran repertorio romántico y académico, de sus polémicos compromisos políticos, de su decidida apuesta por la revolución comunista.
Fue una leyenda viva que persistió en seguir activa, luchando casi patéticamente y con algo de heroicidad contra el deterioro físico. Viajó incesantemente con su compañía, dio lecciones magistrales desde una silla y montó ballets "casi en braille", con las manos.
Algunos crudos detalles de la realidad y del tiempo, de su inclemencia, no enturbian un destino capaz de ser ejemplar en lo estrictamente artístico.