Por: Eduardo Sánchez
En sus manos regordetas tenía un paño que un día debió ser blanco, pero que ahora lucía sucio y gastado. Observando con disimulo noté que usaba un hermoso vestido color turquesa, pero que ahora estaba roído y con manchas de sangre y aceite por doquier…
“Es que me duele mucho lo que está pasando… y solo espero que el Creador del universo me perdone a mí y a todos mis hijos”—dijo con voz lastimosa.
—Pero, dígame qué le pasa—insistí.
“Mira —murmuró—sucede que yo tuve muchos hijos; tantos como hojas tiene ése árbol, y durante toda mi vida les di lo mejor de mí. Los cuidé, los alimenté, les di abrigo, les di noches de luna y días de sol. Por mis venas corrieron cual ríos de agua dulce, el mayor de los amores para todos ellos. Les regalé montañas y valles; los mares, el viento y las nubes del cielo. También les di una gran variedad de animales de donde comieron y se ayudaran.
Los arrullé con el canto de miles de aves de todos colores y lavé sus cuerpos con la miel de las flores. Durante muchísimos años todo fue vida y dulzura entre nosotros, hasta que un día todo cambió, y el amor y la comprensión se convirtieron en avaricia y ambición cegando sus corazones. Comenzaron a pelear entre ellos hasta sucumbir, y dejándome a mí herida de muerte y olvidada…, es por eso que ahora me encuentras en este sucio escondite, llorando por el mal que mis propios hijos se han hecho. Nunca pensé que mi propia sangre me traicionara; si no me dieron amor, cuando menos respeto esperaba, pero ni eso. Parece que no saben que, junto a mí, todo va a terminar, pues lo que le haces a tu madre, te lo haces a ti mismo”…
La señora, mirando al cielo, exclamó:
“¿Qué he hecho yo para merecer esto?”— Y cerró sus ojos y bajó sus brazos y comenzaron a llover lágrimas…
Esa señora era mi madre; nuestra madre, la Madre Tierra, que pidiendo clemencia a sus hijos.
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