Por: Redacción
En Veracruz, una cuadrilla de seis hombres tiene por trabajo buscar en fosas clandestinas lo que queda de quienes ahí fueron escondidos. No son padres detrás del rastro de sus hijos, tampoco voluntarios. Son jornaleros que rascan la tierra a cambio de un sueldo pagado por los familiares de desaparecidos.(Primera parte)
Él les habla a los muertos, aunque no los conozca.
—Compañero, si estás ahí, dame una señal.
Lo que queda de una persona está atrapado en una bolsa negra de plástico bajo la tierra.
—Compañero, si estás ahí, dame una señal. O si me voy a acostar, hazme saber en un sueño dónde tengo que buscarte mañana. Háblame.
Les nombra con afecto mientras camina sobre capas de arena que mueve el viento. Clava la mirada en las plantas y en la maleza. Busca alguna transformación del terreno, un árbol que pudo servir para vigilar. Donde muchos vemos sólo verde o café, él lee historias completas.
—Yo he conocido mucho el campo y el campo a mí me dice muchas cosas.
Gonzalo Gómez García, gesto serio, pestañas tupidas y cejas gruesas, tiene 37 años y aparenta unos cuarenta largos. Tal vez por su piel curtida al sol, porque trabaja en el campo desde los ocho años.
—Mi niñez fue muy amarga. No fui a la escuela, no me entraron las letras. Y he intentado con clases abiertas, pero no me entran las letras. Voy, aprendo y a la noche se me olvida todo —sonríe al final, como quien hace de la tristeza un papelito que se tira al bote de basura.
En Colinas de Santa Fe, un paraje a las afueras de Veracruz, este hombre bonachón de brazos fuertes volvió a escuchar con atención a la tierra. Identificó un árbol, detectó que la armonía natural había sido violentada y señaló un punto donde excavar. Ahí encontraron varias de las más grandes fosas, allí han sido localizadas 155 fosas, han recuperado 302 cuerpos y casi 70 mil huesos, completos y en fragmentos.
Gonzalo, el campesino que no sabe leer ni escribir, en pocos años hizo de sí mismo una mezcla de antropólogo con perito forense, de arqueólogo con jornalero. Se hizo desenterrador, un nuevo oficio que muestra el desgarro de un país con más de 40 mil desaparecidos y 240 mil asesinatos en 12 años.
ERA SU PRIMERA VEZ
La primera vez que encontró un cuerpo sintió un escalofrío.
—Amigo —le dijo—, yo no vengo a hacerte mal. Perdóname si te lastimé, tengo que escarbar porque tengo que encontrarte.
Casi tres años después, su jornada terminó. Se sienta en una silla bajo la sombra de un árbol de mango. Llega el aire fresco, los pájaros silban, al fondo su hijo más pequeño chapotea en una alberca inflable.
Gonzalo y su familia viven al final de un camino terregoso en el Municipio de Medellín, en un poblado de menos de 250 habitantes. Quedan desnudos los bloques grises de algunas casas inacabadas, con palmeras y árboles dentro del patio. Cada día, al volver, Gonzalo merienda con sus hijas adolescentes, juega un rato con su hijo de siete años y platica con su esposa Rosalba junto al brasero. Su perra Osa lo sigue moviendo la cola y las gallinas lo rodean de inmediato cuando las llama. El dueño del terreno les permite habitarlo, a cambio de que lo cuiden.
—Cuando encontré la primera persona me sentí feliz, feliz de una forma no mala —cuenta Gonzalo con simpático acento costeño, se emociona al recordar—. Feliz porque le iba a dar paz a una mamá, una hermana, una esposa.
El más reciente hallazgo ocurrió el 12 de diciembre de 2018 a las 11:30 de la mañana. Un fémur —el hueso más largo del cuerpo humano—, un peroné y parte del pie de una persona. Desde el primero al último, Gonzalo les habló a todos.
Las entrañas de México esconden cuerpos. Son miles de asesinados y desaparecidos en los últimos 12 años. Otros más son los masacrados y desaparecidos durante la represión de los años sesenta, setenta y ochenta. “Caminamos sobre una alfombra de huesos viejos y recientes”, dijo alguna vez la escritora Elena Poniatowska. Lejos de acabar con la criminalidad, la violencia masiva aumentó con la mal llamada guerra contra el narco, la estrategia de seguridad que empezó a finales de 2006 con el expresidente Felipe Calderón y continuó con Enrique Peña Nieto. Ahora, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador planea mantener la militarización.
Hay conexión entre pasado y presente, opina el antropólogo Alejandro Vélez Salas, porque en el país se ha instalado una “pedagogía del terror”, las formas de violencia se han ido heredando, contagiando.
“México es una gran fosa”, ha dicho el nuevo subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas. Y aunque una ley reciente obliga al Estado a tener un “Registro Nacional de Fosas”, todavía no existe una base oficial de datos. La información está desparramada en oficinas de las 32 procuradurías o fiscalías locales, la Fiscalía General, la Marina, el Ejército y la Policía Federal. Además, con subregistro: Encinas menciona mil 100 lugares de enterramientos clandestinos, pero entre los años 2000 y 2017 aparecieron más de dos mil 700 fosas, de acuerdo con datos solicitados a esas instituciones, vía solicitudes de transparencia, relevamiento hemerográfico y recuentos de colectivos de familiares de desaparecidos. Sumando lo hallado en 2018, la cifra sería de tres mil fosas, o más.
Veracruz es el Estado con más fosas en México: 505 hasta el 31 de diciembre de 2018. Y el predio Colinas de Santa Fe, el lugar donde más cuerpos han hallado. En el Ejido de Patrocinio, Estado de Coahuila, las familias rastrean la zona desértica para recuperar huesos diminutos, porque ahí el fragmento más grande podría medir tres centímetros. Los trasladan en cubetas y los cuentan por kilos. En Tijuana, frontera con Estados Unidos, las familias buscan recuperar litros de materia orgánica después de que un hombre llamado Santiago Meza confesó la disolución de 300 personas en sosa cáustica.
Este México sacude y enmudece a cualquiera, incluso a los expertos más expertos como el Equipo Argentino de Antropología Forense, el EAAF. Tienen más de 30 años de trabajo, han excavado en más de 50 países y son considerados la principal autoridad mundial en el tema, pero nunca antes encontraron una realidad como esta. Porque siempre llegan a rescatar restos después de una guerra, una dictadura o un conflicto interno y “acá lo que sucede es que el problema continúa”, dice Mercedes Doretti, directora para Centro y Norteamérica del EAAF. Seria siempre, mide sus palabras.
—No me gusta decir que un caso es peor que otro porque todos los casos son todos muy graves, masivos. Pero una de las características en México, que lo hace distinto de otros lugares donde hemos intervenido, es el tema de que continúa. Continúa y ocurre bajo una democracia.
Hace silencio, sus palabras retumban más fuerte.
—¿Se conoce la dimensión real de la situación?
—No. Pero lo que ya se sabe es de un volumen, una gravedad y una complejidad muy grandes.
¿Cuántos restos han sido recuperados? Tampoco existe un registro oficial nacional al respecto. Hasta diciembre de 2017, de acuerdo a las mismas solicitudes de información a instituciones del Estado, eran al menos seis mil 400 cuerpos y 183 mil huesos largos y cortos, fragmentos, pedacitos de dientes. Identificarlos es una tarea descomunal para la ciencia forense. Las instituciones aseguran que en el mismo periodo llevaban identificadas a dos mil personas, pero entregaron a sus familiares sólo 800 de esos cuerpos, o lo que quedaba de ellos. No hay claridad sobre el destino de todos los restos y muchas familias no quieren recibir pequeños fragmentos, no confían en la identificación estatal.
Seguir el rastro de los aparecidos es como intentar armar un rompecabezas imposible, sin todas las piezas.
Medio centenar de grupos en el país organizan brigadas de búsqueda por toda la nación. La mayoría son familias, amigos y voluntarios, pero en Veracruz el Colectivo Solecito decidió dar un paso más: contratar a jornaleros, a desenterradores.
Una cuadrilla de seis hombres, incluido Gonzalo, trabaja de lunes a viernes buscando restos óseos en Colinas de Santa Fe, la fosa masiva con más exhumaciones en la historia reciente de México. Sólo uno de ellos tiene a un familiar desaparecido. Todos rascan la tierra a cambio de un sueldo.
—Son obreros —dice la directora de Solecito, Lucía de los Ángeles Díaz Genao—. Nosotros estamos generando empleo.
Lucy es una mujer con aire elegante que suele usar aretes cortos y gafas de sol. Tiene el rostro afilado, cabello corto y labios pintados. Es lingüista y tiene a un hijo desaparecido desde el 28 de junio de 2013. Se llama Luis Guillermo Lagunes y se lo llevaron hombres armados cuando estaba en su casa.
Ella y las demás integrantes del Colectivo Solecito, que son en su mayoría mujeres, decidieron contratar a hombres cuando se dieron cuenta de que las fosas estaban a dos metros de profundidad.
—Vimos que era muy profundo y nosotras no podíamos hacerlo porque unas somos hipertensas, otras diabéticas, y nada más llegar al lugar provoca una sensación tan intensa que algunas se ponen mal —explica Rosalía Castro Toss, segunda al mando en Solecito y madre de Roberto Carlos Casso Castro, desaparecido el 24 de diciembre de 2011.
Ahora hay lista de trabajadores, contratos y nómina con sueldos diferenciados. Uno de ellos, antropólogo, gana cerca de 10 mil pesos por mes. A los demás les pagan menos, incluso la mitad.
La cuadrilla cuesta unos 500 dólares por semana, suma inalcanzable para familias que viven con muchas carencias. Una institución nacional, la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), les facilita algunos recursos y presta una camioneta para los traslados, pero no alcanza.
Por eso las madres juntan dinero de todas las formas en que se les ocurre; reciben donaciones de dinero y de ropa usada, que luego venden en bazares; organizan bingos y rifas. A un par de zapatos le sacan ocho veces su valor original en remates por redes sociales. Peso sobre peso han financiado casi tres años de trabajo en la fosa de Colinas de Santa Fe. Les ha costado un millón 300 mil pesos mexicanos: casi 70 mil dólares.
Palas, marros, varillas y machetes son los instrumentos de trabajo. También libretas, lápices y celulares para tomar fotografías. Marcan el terreno ya trabajado con un código escrito en un papel, dentro de una botella de plástico. Pocos recursos y mucho riesgo: un tlacuache se metió a la fosa, masticó la botella y se llevó el registro.
Nos vemos en la puerta de un Walmart del Puerto de Veracruz. Fermín Cabrera nos cita en el estacionamiento, vacío a esa hora. Todo blanco, todo gris, el logo azul. Pasan carros que aprovechan el espacio como atajo para sortear una avenida muy transitada. Fermín no quiere sentarse ni afuera ni dentro del auto, en ningún lugar. Permanece de pie, atento, mirando hacia todos lados. No quiere que lo visitemos en su casa, tampoco que hagamos algún retrato de su barrio. No quiere contarle a nadie porque se siente en riesgo. Trata de no decir en dónde está trabajando y qué busca.
—Alguien enseguida me puede señalar: este es el “buscamuertos”.
Una comadre le pidió sumarse a la brigada para buscar a su hijo, un chico llamado Pablo Darío Miguel. Fermín aceptó y desde entonces siempre va a la fosa con la misma ropa, es como su uniforme. Habla de adrenalina, de la emoción de un logro, de encontrar y sentir que no fue infructuoso el pesado esfuerzo bajo el sol.
Es huraño pero le gusta platicar, ver las noticias por televisión y le pega al box. Lo aprendió desde la escuela para defenderse porque era chaparrito.
—Todos le querían pegar al enano.
El enano, se dice a sí mismo. Remarca la palabra con un rencor añejo, pero después sonreía una y otra vez, simpático. Dirá que además trabaja en una fábrica y que es médico por la Universidad de Veracruz. Que participa y trabaja a gusto, que ha aprendido mucho.