El bitache

Por: Redacción

Para evadir un poco el enfado que le producían las clases, Miguel acostumbraba a levantar la mano y pedir permiso para ir al baño, o a tomar agua. Los sanitarios y los bebederos de la escuela estaban bastante retirados del salón y esto le permitía “perderse” por unos 15 minutos, más o menos. Durante el verano hacía un calor infernal en las aulas, y a los maestros no les quedaba más que permitir las salidas constantes. Cada una de estas escapaditas era toda una aventura, pues había que bajar escaleras, cruzar las canchas de basquetbol, ir saludando a los co­nocidos, entre los que no faltaba alguien a quien pedirle una pro­badita de lo que estuviera comien­do o, mínimo, quien te contara algún chisme nuevo. También, durante el trayecto te enterabas de quién estaba en “Siberia”, que era como se le llamaba al castigo que le daban a los mal portados de cualquier salón y que consistía en pararlos durante horas en el raso del sol en verano, o a la sombra, en el tiempo de frío.

La cosa es que, aun cuando los maestros, prácticamente, conta­ban las autorizaciones para salir, Miguel se las ingeniaba para con­seguirlas cada vez que quería fin­giendo que era una emergencia.

Un día, a media mañana, Mi­guel pidió su acostumbrado per­miso. Esta vez era para ir a tomar agua. Fue, y regresó un rato des­pués, y se sentó tranquilamente en su escritorio. De pronto pegó un fuerte alarido que despabiló a todos, incluyendo al maestro. ¡Ay, Ay, Ay! Gritaba sin parar, lleván­dose las manos a los genitales. De inmediato se bajó la bragueta y salió volando un bitache que le había picado justamente en uno de los testículos. Era un bitache de esos que siempre había en los bebederos y que seguro se le su­bió por la pierna sin que se diera cuenta.

Caray, por la forma en que gri­taba, debió haberle dolido mucho.

“Voy por lodo pa ´que no se le hinchen”, gritó un compañero y salió corriendo, mientras que el maestro se lo llevó al fondo del salón y le exigió que se bajara el pantalón y los calzones. Ya con el lodo en la mano comenzó a frotar­le los genitales lentamente. En eso llegó la mamá de uno de los compañeros y al asomarse por la ventana, se sorprendió de ver a un muchacho sin calzones y al maes­tro frotándole ahí. Pobre, además del fuerte dolor andar pasando vergüenzas.

Desde entonces no volvió a pe­dir permiso para ir a los bebede­ros, mejor se traía una botella de agua de su casa.
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