Durante décadas, el acceso a los recursos naturales: agua, minerales, bosques y energía ha sido motivo de tensiones
Por: Zulema Trejo Contreras
En México, los pueblos originarios no solo son guardianes de una herencia cultural milenaria, sino también de vastos territorios donde la naturaleza mantiene un equilibrio que el resto del país, muchas veces, ha olvidado. Su relación con la tierra va más allá de la propiedad o la explotación económica: se trata de un vínculo espiritual, comunitario y simbólico que sostiene identidades, saberes y formas de vida. Reconocer y respetar ese vínculo no es un gesto de benevolencia, sino una obligación moral, jurídica y civilizatoria.
Durante décadas, el acceso a los recursos naturales: agua, minerales, bosques y energía ha sido motivo de tensiones entre comunidades indígenas y empresas privadas o instituciones gubernamentales.
Muchas veces la promesa del progreso se ha impuesto sobre los derechos colectivos. Sin embargo, cada vez resulta más claro que el desarrollo no puede construirse sobre la exclusión, ni sobre la ruptura del tejido social. La historia muestra que el conflicto, el enfrentamiento armado, los desplazamientos forzosos solo dejan heridas profundas y prolongadas en la memoria nacional.
Por ello, el camino más sensato y humano es el del diálogo y la corresponsabilidad. Los pueblos originarios tienen el derecho, reconocido por la Constitución Mexicana y por instrumentos internacionales, como el convenio 169 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo), a decidir sobre el uso de su territorio y de los recursos que en él se encuentran.
Esto no significa impedir toda inversión o actividad productiva, sino asegurar que cualquier aprovechamiento se base en el consentimiento previo, libre e informado, y en acuerdos que generen beneficios reales para los habitantes locales.
Cuando las empresas actúan con transparencia, respeto y las comunidades participan de manera activa en la planeación y gestión de los proyectos, es posible alcanzar un equilibrio. La minería sustentable, las energías renovables o el turismo comunitario pueden ser ejemplos de cooperación si se antepone el bienestar colectivo, la conservación del entorno y la equidad en la distribución de beneficios. Los pueblos originarios no son obstáculos para el desarrollo; son, en cambio, aliados naturales para construir una economía con justicia ambiental y social.
La tarea del Estado, en este contexto, es doble: garantizar los derechos de posesión y uso de las tierras indígenas, así como promover un marco de negociación equitativo entre comunidades y actores económicos. No se trata de paternalismo ni de asistencialismo, sino de fortalecer la autonomía de quienes por siglos han sabido cuidar los bosques, los ríos y las montañas. Ellos no solo resguardan biodiversidad, sino también conocimientos tradicionales que hoy resultan esenciales para enfrentar el cambio climático y la crisis ecológica global.
Respetar la cultura y los derechos de los pueblos originarios implica también reconocer su palabra, su modo de decidir y su derecho a decir "sí" o "no" a los proyectos que afecten su territorio.
No hay progreso auténtico sin justicia, y no hay justicia sin reconocimiento pleno de la dignidad de los pueblos que habitan esta tierra desde antes de que existiera la noción misma de Estado mexicano.
Construir acuerdos duraderos exige sensibilidad, voluntad política y ética empresarial. La paz y el desarrollo solo serán sostenibles si se edifican sobre el respeto mutuo. Escuchar a los pueblos originarios no es un gesto simbólico: es el punto de partida para imaginar un futuro donde el crecimiento económico no signifique destrucción, y donde la riqueza del subsuelo no valga más que la vida de quienes la custodian.
Profesora-investigadora del Centro de Estudios Históricos de Región y Frontera en El Colegio de Sonora