Salvando a Dios de sus Creyentes

"El verdadero adversario de lo sagrado no es el agnóstico que duda, sino el creyente cuya fe se ha petrificado en una certeza implacable"

Por: Ricardo Castro Salazar

En el vasto lienzo de la existencia humana, las religiones, tal como la concebimos hoy —con sus dogmas, sus libros sagrados y sus dioses omnipotentes—, son apenas una pincelada reciente. Durante más de doscientos mil años, un lapso que desafía nuestra imaginación, nuestros ancestros habitaron un mundo poblado no por un Creador celestial, sino por un cosmos vibrante de espíritus: en el murmullo del viento, en la solidez de la roca, en la ferocidad del depredador. Eran cosmogonías animistas, carentes de códigos morales explícitos, pero preñadas de un asombro y un respeto por las fuerzas invisibles que regían su precaria existencia.

La gran revolución teísta, la invención de los dioses que exigen y gobiernan, es un fenómeno de la era moderna del desarrollo humano, surgido hace apenas unos doce milenios. Su catalizador no fue una revelación divina, sino una innovación terrenal: la agricultura. Al dominar los ciclos de la siembra y la cosecha, la humanidad comenzó a erigir no sólo ciudades, sino también panteones. Los dioses se volvieron necesarios para administrar la nueva complejidad social, para justificar la autoridad y para ofrecer consuelo ante catástrofes que ya no eran meramente naturales, sino también sociales. Desde esta perspectiva, el cristianismo, en su totalidad y con sus múltiples cismas, ocupa menos del 1% del tiempo en que el Homo sapiens ha practicado alguna forma de espiritualidad.

Hoy, este crisol de creencias se ha diversificado hasta un extremo asombroso. Se estima que en el mundo se practican hasta 10,000 religiones distintas, un testimonio de la inagotable creatividad humana para buscar sentido. Esta pluralidad impone una verdad incómoda para los absolutismos: la pretensión de una única vía hacia lo trascendente es, estadísticamente, una improbabilidad.

La modernidad tardía, además, ha introducido una nueva y potente corriente: la deriva secular. El caso de España es paradigmático y premonitorio. Que apenas una quinta parte de la población asista a servicios religiosos y que más del 80% de los matrimonios se celebren al margen de la Iglesia son síntomas de un cambio profundo. Pero el dato más sísmico es el que atañe al futuro: según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en 2019, el 48.9% de los jóvenes entre 18 y 24 años se declaraba ateo o agnóstico. En la vanguardia generacional de una nación históricamente católica, la no creencia se ha convertido en la norma.

Este fenómeno, aunque con ritmos distintos, resuena en todo Occidente. En Estados Unidos, una nación fundada en una fogosidad religiosa a menudo incomprensible para Europa, la tendencia es innegable. El Pew Research Center documenta que el porcentaje de adultos estadounidenses que se identifican como cristianos descendió del 78% en 2007 a un 63% en 2021. De forma paralela, el grupo de los "nones" —aquellos que se declaran ateos, agnósticos o "nada en particular"— ha crecido del 16% a un impresionante 29% en el mismo periodo.

México, con su sincretismo único, donde la fe guadalupana parece consustancial a la identidad nacional, no es inmune. Si bien el catolicismo sigue siendo mayoritario, su hegemonía se erosiona. Datos del censo del Inegi muestran que el porcentaje de población que se identifica como católica cayó del 82.7% en 2010 al 77.7% en 2020. En esa misma década, la población sin religión declarada aumentó del 4.7% al 8.1%, duplicándose en apenas diez años y sumando más de 10 millones de almas.

Ante este panorama de diversidad explosiva y secularización creciente, ¿cómo debemos juzgar el valor de una creencia? Aquí, la voz de la gran historiadora de las religiones, Karen Armstrong, resuena con una lucidez implacable. Armstrong, quien conoció desde dentro los rigores de la vida conventual antes de abandonarla por la academia, argumenta que el criterio último de una religión no reside en la corrección de su doctrina, sino en la eficacia de su ética. Una fe es "verdadera", sostiene, sólo si conduce a la "compasión práctica".

Esta no es una compasión meramente sentimental, sino una acción deliberada y constante para destronar al ego del centro de nuestras vidas y colocar allí al "otro". Dos personas pueden rezar al mismo Dios, leer el mismo libro y observar los mismos ritos, pero si a una sus creencias la impulsan al odio, al tribalismo y a la violencia, mientras que a la otra la mueven a la empatía, al servicio y a la acogida del extranjero, no están practicando la misma religión. La primera ha secuestrado el lenguaje de lo sagrado para santificar el egoísmo; es una idolatría, la peor de las blasfemias. La segunda encarna el núcleo ecuménico que, según Armstrong, palpita en el corazón de todas las grandes tradiciones sapienciales.

En un mundo fracturado por fanatismos que visten ropajes religiosos, desde el nacionalismo hindú hasta la ultraderecha cristiana y el yihadismo islamista, este discernimiento es más que una reflexión teológica; es un imperativo de supervivencia. El verdadero adversario de lo sagrado no es el agnóstico que duda, sino el creyente cuya fe se ha petrificado en una certeza implacable. La tarea de nuestro tiempo es, entonces, rescatar la idea de lo divino de aquellos cuya certeza les exige aniquilar nuestra humanidad compartida. La verdadera frontera, al final, no se traza entre la fe y la increencia, sino entre la compasión que construye y la certeza que destruye.

*El doctor Castro fue consejero externo para el Gobierno Mexicano y presidente de la comisión de asuntos fronterizos del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME). Ha sido catedrático, decano y vicerrector para desarrollo internacional en Pima College de Tucson, Arizona.

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