Durante los últimos 40 años, el periodo neoliberal, México ha registrado variaciones en su macroeconomía, incluida la paridad peso-dólar
Por: Alberto Vizcarra Ozuna
Se ha referido mucho el discurso de Luis Donaldo Colosio aquel 6 de marzo de 1994 en el Monumento a la Revolución, cuando puso distancia con el Gobierno de Salinas de Gortari. Pero se reconoce poco la expresión que fue el núcleo de su cuestionamiento implícito a la política económica neoliberal: “… es la hora de un nuevo impulso económico; es la hora de crecer…donde la economía esté más allá de las metas técnicas; es la hora de traducir las buenas finanzas nacionales en buenas finanzas familiares… es la hora de convertir la estabilidad económica en mejores ingresos para el obrero, el campesino, el ganadero, el comerciante…”. Era la crítica a un gobierno que presumía los valores asociados a la estabilidad macroeconómica, esto es inversión extranjera, balanza comercial positiva y estabilidad del peso; mientras las capacidades productivas nacionales decrecían y el sector primario sufría una profunda descapitalización agobiado por una cartera vencida impagable.
Las críticas del malogrado Colosio, son aplicables al Gobierno de Andrés Manuel López Obrador. También ahora se presume una estabilidad macroeconómica, y los mismos valores ponderados por la ortodoxia neoliberal se presentan como síntomas de una economía exitosa. Especialmente la conservación de la estabilidad en la paridad cambiara entre el peso y el dólar. Al fin y al cabo el presidente admitió que “sin corrupción hasta el neoliberalismo es bueno”.
Hay un despliegue propagandístico del Gobierno para proyectar la imagen de que si el peso se ha mantenido en una franja de estabilidad frente al dólar, entonces quiere decir que la economía mexicana camina muy bien. En cuanto a valores y mediciones económicas el presidente exhibe una flexibilidad desconcertante: si las métricas neoliberales lo favorecen entonces son buenas, pero si lo desfavorecen (como el PIB) las condena y propone mediciones basadas en los sentimientos asociados a la felicidad del pueblo.
Durante los últimos cuarenta años, lo que se identifica como el largo período neoliberal, México ha registrado variaciones en los componentes macroeconómicos, incluida la paridad monetaria en la relación peso-dólar. Estas variaciones y la frecuentemente presumida “estabilidad macroeconómica” han estado acompañadas por una constante: el estancamiento físico-económico del país, con una tasa de crecimiento que no ha podido romper el techo que lo mantiene por debajo del 2% anual; medida que si toma en cuenta el crecimiento poblacional y la demanda de empleo termina por acusar una tasa negativa, es decir decrecimiento real.
Una economía en esas condiciones no debe presumir un peso fuerte, es en términos estrictos vanagloria neoliberal. No se ve bien un presidente que todas las mañanas despotrica contra ese modelo económico y luego se cuelga con gusto los galardones derivados del cumplimiento a pie juntillas de tales políticas. La estabilidad macroeconómica y el equilibrio en la relación peso-dólar han pasado a ser valores míticos. Exigen una fe ciega, de corte dogmático, para esperar que algún día lleguen los beneficios, mientras no importa el sufrimiento social asociado al estancamiento de la economía física que tales políticas provocan.
Es la estabilidad asociada a las políticas globalistas de occidente, que le ha dado cobijo y protección a conglomerados de élites financieras privadas que con identidad oligárquica, desprecian el desarrollo de los pueblos y las naciones. La perpetuación de un orden financiero que sostiene la estabilidad y la recaudación de las impagables deudas especulativas a costa del sacrificio de las potencialidades productivas de los países, y sin duda, por medio de la fuerza de las naciones-potencia como los Estados Unidos.
Esto es lo que impone que el valor del peso se mida en relación al dólar y no al estado que guarda la economía nacional. La vinculación del valor de las monedas a las capacidades físico-productivas de las economías que representan, se perdió desde la reforma monetaria que separó al dólar del oro, durante el Gobierno de Richard Nixon en agosto de 1971. Desde entonces se rompió con el sistema de paridades fijas que permitía un comercio más justo y compensatorio, orientado a hacer de las monedas de los países fuertes instrumentos de crédito para desarrollar las capacidades productivas de las naciones que empezaban a desprenderse de su pasado colonial.
Durante un período de poco más de veinte años, de 1945 a principios de los años setenta, la economía occidental no procuró la estabilidad monetaria como un fin en sí mismo. Los mecanismos regulatorios impedían que el dinero y los procesos monetarios, cobraran vida propia separándose de sus compromisos con la economía y el comercio de bienes físicos. Los objetivos no se basaban en valores míticos, sino en la solución de los problemas reales para hacer posible la creación de empleos, el impulso a la construcción de infraestructura económica, fortalecimiento de la ciencia y de los sistemas de educación y salud pública.
Había una consideración más apropiada de la naturaleza real del valor económico. Una economía sólida basa sus mediciones en el desempeño de sus capacidades físicas instaladas y el ritmo de crecimiento en unidades físicas percápita y por kilómetro cuadrado, no en valores y precios nominales relacionados con operaciones financieras y comerciales especulativas. El episodio exitoso de la posguerra, previo a las reformas que le abrieron las puertas de par en par a la especulación, sigue siendo el mejor referente para una reorganización del sistema financiero internacional.
Sirva esto para dejar de presumir una relación estable entre el peso y el dólar, mientras la economía nacional decrece, junto al empleo productivo; y la pobreza se extiende sobre millones de mexicanos. Presunción que no entiende el consumidor que al llegar al mercado se percata de que su capacidad de compra ha sido devorada por una inflación galopante e irrefrenable.