¿Por qué nos gustan las ciudades?

Según estimaciones de instituciones como la ONU, aproximadamente el 70% de la población mundial habita en entornos urbanos

Por: Alejandro Duarte Aguilar

Según estimaciones de instituciones internacionales como la ONU, hacia mediados del presente siglo aproximadamente el 70% de la población mundial habitará en entornos urbanos, con independencia de su nivel de consolidación; es decir, alrededor de 6790 millones de personas cohabitando algún tipo de entorno urbanizado. Este dato indica que para los seres humanos las ciudades, valga la paradoja, serán sus entornos naturales.

Los asentamientos humanos permanentes, tienen una larga data; hace 10,000 años atrás, por lo menos, se dieron las condiciones climáticas para que en diversos puntos de Asia Menor grupos humanos vieran la conveniencia de dejar paulatinamente atrás, en un proceso que tomó algunos miles de años, la vida nómada para fundar aldeas, ciudades y posteriormente, mediante recursos militares y político-religiosos, imperios; este es el proceso que se conoce como civilización, o transformar la habitabilidad urbana en una cultura.

Quizás, diez milenios es una cantidad de tiempo difícil de asimilar; pero considérese que la antigüedad de la especie humana, con base en los registros fósiles, se calcula en 300,000 años, y en apenas una fracción de ese tiempo, el ser humano pasó de ser primordialmente un cazador-recolector errante organizado en pequeños grupos familiares no superiores a 150 personas, a un animal político preocupado por la resolución de los problemas provocados por grandes poblaciones fijas en un solo lugar a través del tiempo, conformando complejas redes dinámicas de comunicación e interdependencia económica, de magnitud planetaria.

No quedan del todo claras las razones por las cuales los seres humanos decidieron poner fin a la trashumancia. Si bien la llamada Revolución agrícola y la domesticación de ciertas especies animales suelen ser las explicaciones más difundidas, por la obvia necesidad de territorio fijo para sus desarrollos, las ideas trascendentales como la vida después de la muerte o el culto a la memoria de los ancestros, sugieren que quedarse en un lugar determinado pudo ser el resultado de la necesidad psicológica de permanecer cerca los restos mortales de los miembros de un grupo, o de ciertos espacios naturales o construidos que cobraron especial relevancia para determinadas cosmovisiones.

Como haya sido, fue el proceso civilizatorio lo que obligó a la especie a desarrollar las sofisticadas instituciones –moral, ritual, comunicación, ética, política, comercio, religión, tecnológica, seguridad, etcétera– sin las cuales la convivencia de grandes masas de personas es imposible; de tal suerte que, como se entiende en la actualidad, ser civilizado denota en esencia, a un urbanita, y connota el conjunto de cualidades socio-culturales que permiten la vida comunitaria y la resolución de conflictos con base en normas y protocolos evitando la violencia. Si lo anterior se logra, la emergencia de las percepciones de identidad, seguridad y confianza, es más probable.

Hasta aquí, la primera respuesta a la cuestión que sirve de título a estas líneas: nos gustan las ciudades porque se han naturalizado como el espacio preferente donde se asume el contrato social necesario para cohabitar civilizadamente; ser, pues, un ciudadano, con los derechos y obligaciones políticas correspondientes, mismas que aún con las problemáticas e incertidumbres de las sociedades contemporáneas, aún con la creciente fragmentación de lo común y la dilatación de las individualidades, la vida urbana ofrece los entornos más seguros, colaborativos y funcionales. Partiendo de esto ¿cuáles otras respuestas podemos ofrecer?

Porque, como se ha propuesto desde la filosofía, cuando los seres humanos emprenden determinados proyectos que requieren la transformación del espacio disponible -sea reordenando o destruyendo lo existente- literalmente evidencian la voluntad individual o colectiva de dejar constancia de su existencia. En otros términos, las ciudades atestiguan contundentemente el hecho con el cual las sociedades cuando edifican, se afirman en el mundo.

Porque las ciudades son primordialmente el origen y las depositarias de la ingente gama de consumos económicos y culturales que en buena medida representan la diversidad de lo humano, con todos sus matices. Son el espacio de negociación entre lo público y lo privado, donde cobra relevancia la necesidad de la otredad -los otros, lo que se reconoce como ajeno a lo propio- para entender más plenamente las dinámicas sociales; en las ciudades, guste o no, se reconocen los unos a los otros.

Porque así, personas y espacios interaccionan simbólicamente y representan las muchas formas en que se presenta la habitabilidad humana. En tal orden de ideas, la arquitectura y por extensión las ciudades con sus servicios, equipamientos e infraestructuras, conforman espacialmente el ensamble de las culturas humanas.

Porque desde mediados del siglo XX, se ha sugerido pensar las ciudades como si estas fuesen una suerte de texto que puede leerse e interpretarse. Ese texto presenta cualidades narrativas que cuenta la historia de la ciudad a través de su traza, sus espacios, sus edificaciones, que cada habitante reconoce a través de recorridos o itinerarios determinados, y a partir de estos el entorno se torna paisaje cultural y otorga significados específicos a la experiencia del habitar.

Entre las anteriores y otras muchas razones, nos gustan las ciudades porque visibilizan todo aquello que ha permitido, permite y habrá de permitir al ser humano permanecer en el mundo, en comunidad, con relativa concordia, permitiendo que sus habitantes sean conscientes de la historia que los precede y de aquella que dejarán como legado, producto de continuidades y muchos, pero muchos cambios, en tanto que son territorios donde la interacción de las diferencias es su mayor capital socio-cultural.