Édgar regresó a su vida loca y los problemas siguieron en la familia, hasta que poco fuimos convenciendo a mi tía de que lo denunciara
Por: Jesús Huerta Suárez
Entre las cosas que "misteriosamente" se fueron desapareciendo y todo lo que mi tía tuvo que vender para pagar la curación de su hijo tras el atentado, la casa de la abuela quedó prácticamente vacía, y más se notaban los hoyos de los balazos por todos lados. Todo esto era muy triste para nosotros, no solo por ver que las cosas y muebles que la abuela había atesorado desde antes de casarse se perdieron. Algunas eran valiosas por su costo, pero otras más, por los recuerdos que nos traían, como la mesa de caoba forrada en piel pintada a mano, el par de lámparas italianas verde esmeralda, el reloj de pared alemán, algunas joyas y otras cosas que con mucho trabajo se habían comprado o se las habían heredado, pero, sobre todo, lo más triste, es el que la casa de la abuela ya no pudiera ser nuestro centro de reunión por miedo a que volvieran los malandros y por el coraje que nos daba ver cómo terminó todo hecho añicos y ni con qué arreglarlo.
Claro que el ataque al Édgar nos pegó muy fuerte a todos, pero más a mi tía, su mamá. La verdad, tuvo suerte de que no lo mataran. Estuvo grave algún tiempo en el hospital por las heridas, y luego se lo llevaron a la casa para que se recuperara. Al final, le quedó mal una pierna y la arrastraba al caminar. Dice que siempre tenía dolor y que los nervios no lo dejaban en paz. Pero, sabes, después del ataque y las heridas, el Édgar regresó a su vida loca y los problemas siguieron en la familia, hasta que poco a poco fuimos convenciendo a mi tía de que lo denunciara para que se lo llevaran de ahí de una buena vez. Estábamos seguros que las cosas iban a terminar mal si él seguía viviendo ahí. Ella siempre lo justificaba diciendo que él no era malo, y que todo era resultado de que sus padres, quienes se lo regalaron, eran adictos y le habían dado muy mala vida de niño; decía que las drogas le habían dejado secuelas en su mente, pero que era de buen corazón. Entonces, ella misma nos contó que dejó de hacerle fiestas de cumpleaños porque ese día se ponía incontrolablemente de agresivo. Como que le afectaba ser el centro de atención o le gustaba demasiado, no sé, pero golpeaba a los otros niños y les quitaba los dulces que les daba su mamá en la fiesta. Y recordó cuando en un arranque de coraje agarró un cuchillo y se lo enterró en el ojo al perro de la abuela, y luego dijeron que el perro se había peleado, pero eran mentiras. Y nos confesó que era común que cuando llegaba bien loco a la casa, la golpeara. Así, de historia en historia, de recuerdo en recuerdo, mi tía se fue convenciendo de que era necesario denunciarlo por violencia intrafamiliar, robo y venta de drogas, y así lo hizo. El día menos esperado llegó una patrulla y se lo llevaron preso. Le dieron seis meses en la cárcel, y se cumplen el próximo 18 de diciembre. Mi tía, la abuela, y toda la familia estamos preocupados de lo que pueda pasar cuando el Édgar salga libre. Vivimos con miedo.