Enseñar implica diálogo, interpretación, acompañamiento y afecto; aspectos que ninguna Inteligencia Artificial puede reemplazar
Por: Zulema Trejo Contreras
En los últimos años, la Inteligencia Artificial (IA) se ha convertido en uno de los temas más debatidos dentro y fuera de las aulas. Muchos la miran con recelo, otros con entusiasmo, pero lo cierto es que su presencia ya forma parte del mundo educativo contemporáneo. Frente a los temores de que la tecnología sustituya al docente o al estudiante, conviene recordar que toda herramienta, desde la imprenta hasta Internet, ha sido tan útil, o tan dañina, como el uso que las personas le han dado.
La IA no debe satanizarse. En lugar de concebirla como una amenaza, es más productivo entenderla como una aliada. Hoy permite organizar información, sistematizar fuentes, corregir textos y analizar grandes volúmenes de datos en segundos, tareas que antes requerían horas o incluso días de trabajo. Para el profesorado y para las y los investigadores, estas capacidades significan una oportunidad de concentrarse más en el pensamiento crítico, la interpretación y la creatividad.
Sin embargo, la Inteligencia Artificial no piensa, ni siente, ni comprende el mundo como los seres humanos. No crea arte, no desarrolla empatía ni construye sentido por sí misma. Lo que hace es procesar información a partir de las instrucciones que recibe. Necesita que alguien le diga qué buscar, cómo analizarlo y para qué hacerlo. Es decir, su eficacia depende del criterio y la ética de quien la usa. Por eso, el papel de los docentes y de los investigadores no se reduce: al contrario, se vuelve más relevante, porque marca la diferencia entre aprendizaje y la simple acumulación de datos.
La educación, por su naturaleza, es un acto humano. Enseñar implica diálogo, interpretación, acompañamiento y afecto; aspectos que ninguna Inteligencia Artificial puede reemplazar. Las mejores prácticas educativas integran la tecnología como un recurso, no como un sustituto.
Como todo invento a lo largo de la historia, la Inteligencia Artificial está sujeta al abuso y al mal uso. Lo mismo ocurrió con la imprenta, que democratizó la lectura, pero también permitió la difusión de mentiras; o con Internet, que abrió el acceso al conocimiento y, al mismo tiempo, facilitó la desinformación.
Por ello, el reto no es prohibir ni temer a la IA, sino aprender a usarla responsablemente. En manos de un estudiante curioso o de un docente comprometido, puede convertirse en una extensión del pensamiento; en manos irresponsables, puede derivar en la pereza intelectual o en la reproducción mecánica del conocimiento. La clave está en formar usuarios críticos y conscientes.
La Inteligencia artificial, no viene a reemplazarnos, sino a recordarnos la importancia de seguir aprendiendo, pensando y creando. corregir sólo ortografía
Profesora-investigadora en el Centro de Estudios Históricos de Región y Frontera de El Colegio de Sonora.