Este año conmemoramos el primer centenario de esta solemnidad. Fue el Papa Pío XI quien la instituyó en 1925 mediante la encíclica ´Quas Primas´
Por: Saúl Portillo Aranguré
A veces una sola palabra —o cuatro, como en este caso— puede convertirse en una puerta abierta hacia el misterio. Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. Esta inscripción, colocada sobre la cruz por orden de Poncio Pilato, pretendía ser una burla, un título irónico para un condenado. Sin embargo, la fe de la Iglesia la ha recibido como una proclamación involuntaria de la verdad más honda: Cristo es Rey, aun cuando su trono sea la cruz y su corona esté formada por espinas. Cada año, cuando el calendario litúrgico llega a su fin, estas cuatro letras resuenan de nuevo, no como sarcasmo romano, sino como confesión cristiana.
Hoy celebramos el Domingo de Cristo Rey, oficialmente llamado Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Este nombre no puede ser más elocuente: Cristo no reina sobre un territorio ni sobre un pueblo particular, sino sobre todo lo creado. Su realeza es anterior a todo poder humano, y al mismo tiempo es completamente distinta de cualquier poder humano. En su reino no se impone la fuerza, sino el amor; no manda la ambición, sino el servicio; no triunfa la violencia, sino la entrega libre. Su cetro es la misericordia, y su ley es la caridad.
Este año, además, conmemoramos el primer centenario de esta solemnidad. Fue el Papa Pío XI quien la instituyó en 1925 mediante la encíclica Quas Primas, en un momento en que Europa apenas intentaba levantarse de la devastación moral y política causada por la Primera Guerra Mundial. El mundo entero estaba marcado por heridas profundas: naciones arrasadas, millones de muertos, familias completas rotas por el dolor, sociedades sumergidas en la angustia y en el resentimiento. La humanidad tomaba conciencia de que el progreso técnico no garantizaba un corazón nuevo, y de que la ciencia, sin un fundamento moral sólido, podía convertirse en instrumento de destrucción.
En ese contexto, Pío XI vio la necesidad de recordar que el sentido último de la historia no lo dan los imperios ni las ideologías, sino Aquel que derrama su sangre por reconciliar todas las cosas. Por eso instituyó esta fiesta como un llamado urgente a reconocer el señorío de Cristo en la vida personal, social y política. Con el paso de los años, en la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II, la celebración se trasladó al último domingo del año litúrgico, subrayando su significado escatológico: al final de la historia, Cristo será reconocido como el único Rey y Señor del universo.
Esta solemnidad tiene para nosotros, creyentes en México, un eco histórico aún más doloroso y heroico. Pocos años después de su institución, nuestro país vivió uno de los episodios más trágicos y luminosos de su historia religiosa: la Guerra Cristera, entre 1926 y 1929. Mientras en Europa se intentaba reconstruir un orden político estable, en México se imponían leyes que buscaban sofocar la vida de la Iglesia y relegar la fe al ámbito estrictamente privado. Muchos católicos, sacerdotes y laicos, se mantuvieron firmes, aun a costa de su propia vida. Su grito —"¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!"— quedó grabado como testimonio de fidelidad y de esperanza. No gritaban violencia, sino identidad; no reivindicaban un poder humano, sino la libertad de adorar a quien reconocían como su Señor.
En aquellos años de persecución, el título de Cristo Rey se convirtió en una bandera espiritual. Bajo su nombre murieron mártires como san José Sánchez del Río, cuya valentía juvenil sigue conmoviendo al país entero. Bajo ese nombre caminaron familias enteras que defendieron la libertad religiosa. Y bajo ese mismo nombre, con profunda fe, hombres y mujeres ofrecieron su dolor, convencidos de que la última palabra no la tiene ninguna política, sino el amor de Dios.
Pero más allá de su resonancia histórica, esta solemnidad es una llamada interior, personal, silenciosa. ¿Qué significa para un católico que Cristo sea Rey? No se trata sólo de una afirmación doctrinal, ni de una devoción piadosa, ni de una imagen bonita para cerrar el año litúrgico. Es una invitación a dejar que Jesús gobierne lo más profundo del corazón, a permitir que su gracia ordene lo que hemos dejado desordenar, y a ofrecerle la libertad para que Él haga nuevas todas las cosas desde adentro. Reconocer a Cristo como Rey es aceptar que su Palabra tiene autoridad sobre nuestras decisiones, que su estilo de vida es el modelo de nuestra conducta y que su paz es más fuerte que nuestras heridas.
Su reino no llega con estruendo. Llega cuando renunciamos a justificar nuestros resentimientos; cuando aprendemos a perdonar; cuando dejamos que la verdad guíe nuestras palabras; cuando buscamos la justicia sin odio; cuando aprendemos a servir sin esperar reconocimiento. Su reino crece cada vez que un cristiano elige amar, aunque cueste. Por eso, esta solemnidad no es un cierre del calendario espiritual, sino una siembra. El año litúrgico termina, sí, pero termina sembrando en nosotros la semilla del Reino.
Hoy, contemplando el INRI sobre la cruz, podemos escuchar una pregunta amable y exigente a la vez:
¿Cristo reina en tu vida o sólo es un personaje sagrado al que admiras desde lejos?
¿Sus mandamientos orientan tus decisiones diarias?
¿Su modo de mirar a los demás modela tu forma de mirar?
¿Su cruz ilumina tus sufrimientos?
¿Su resurrección sostiene tu esperanza?
Cuando Cristo reina, no desaparecen las dificultades. Lo que cambia es la raíz desde la cual enfrentamos todo: ya no vivimos desde el miedo, sino desde la confianza; ya no desde la autosuficiencia, sino desde la entrega. Su reinado desarma nuestro interior y lo vuelve a construir con una firmeza distinta, hecha de mansedumbre y de valentía a la vez.
Para terminar, quiero ofrecer una oración sencilla. Que sea como un pequeño acto de consagración personal y eclesial, un gesto de humildad que abra nuestra alma a la acción de Dios:
Señor Jesús, Rey del Universo, entra en mi corazón y ordena mi vida según tu voluntad.
Que tu verdad ilumine mis decisiones, que tu amor sane mis heridas y que tu paz reine en mis pensamientos.
Hazme dócil a tu Espíritu para que tu señorío transforme mi manera de vivir, de servir y de amar.
Reina en tu Iglesia con la fuerza suave de tu misericordia, y concédenos renovar desde dentro lo que necesita ser purificado.
Que cada uno de nosotros, en silencio y fidelidad, sea un pequeño trono donde tu presencia encuentre descanso.
Amén.