El corazón del creyente se sitúa en una tensión luminosa entre tres tiempos: memoria, presencia y esperanza
Por: Saúl Portillo Aranguré
En las vísperas de la Navidad, cuando las luces adornan las calles, casas, templos, negocios y los cantos de adviento, parecen suavizar el ruido cotidiano, la fe cristiana nos invita a una contemplación más honda. El Adviento no es sólo un recuerdo piadoso del pasado ni una antesala sentimental de la Nochebuena; es un tiempo profundamente teológico.
El corazón del creyente se sitúa en una tensión luminosa entre tres tiempos: memoria, presencia y esperanza. Porque Jesucristo no sólo vino, no sólo vendrá, sino que también viene hoy, aquí y ahora. Como afirma la Carta a los Hebreos, "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8).
CRISTO VINOLa primera afirmación de nuestra fe es histórica. Dios entró en el tiempo. No como idea, no como símbolo, sino como carne frágil en un niño envuelto en pañales. "Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Gál 4,4). Belén no es una metáfora, es un lugar real, con María y José, con un pesebre pobre, con el silencio de la noche y la sorpresa del cielo.
Este misterio cobra una fuerza especial cuando la vida nos confronta con el dolor. Hace poco, mi familia y yo vivimos la partida de mi mamá. Su ausencia pesa, duele, hiere. Pero la fe no anestesia el dolor, lo ilumina. La esperanza cristiana no elimina las lágrimas, les da sentido. Mi mamá vivió confiada en Dios, y con una fe sencilla, profundamente mariana. Decía con convicción que la Virgen María no abandona a sus hijos, ni siquiera en el tránsito purificador del purgatorio. Creía firmemente que la Madre del cielo, iría por ella, el sábado siguiente a su muerte, mi mamá Gloria Aranguré, murió 13 minutos antes del sábado 29 de noviembre. Esa fe, hoy, se convierte para nosotros en consuelo.
El Dios que nació en Belén es el mismo que sostiene a nuestros seres queridos al cruzar el umbral de la muerte. El pesebre ya contiene la promesa del cielo. Por eso la Navidad no es evasión, es esperanza encarnada.
CRISTO VIENELa segunda afirmación de nuestra fe es espiritual y sacramental. Jesús no es sólo un recuerdo del pasado ni una espera futura. Él mismo lo prometió antes de subir al cielo: "Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Esta promesa se cumple de manera eminente en la Santa Misa, donde Cristo se hace realmente presente en la Eucaristía: cuerpo, sangre, alma y divinidad.
Cristo viene cada día, silenciosamente, en la Hostia consagrada. Viene a consolar, a fortalecer, a sanar. En un mundo acelerado, herido y confuso, hay un lugar donde el tiempo se detiene: el sagrario. La adoración eucarística ha sido para mí, especialmente este año, una fuente de luz y de paz. Arrodillarse ante Jesús presente es permitir que el corazón recupere su ritmo original.
Lo mismo puedo decir del rezo del Santo Rosario. No es repetición vacía, es escuela del corazón. María nos toma de la mano y nos conduce siempre a su Hijo. En medio de la incertidumbre, del cansancio y de las decisiones difíciles, el Rosario ordena el alma y devuelve la esperanza. Doy gracias a Dios porque en nuestra ciudad existen cada vez más capillas de adoración perpetua: verdaderos pulmones espirituales que sostienen silenciosamente la vida de muchas familias.
Mientras el mundo corre, Jesús espera. Viene cada día, aunque muchos no lo noten.
CRISTO VENDRÁLa tercera afirmación de nuestra fe es escatológica. No vivimos encerrados en el presente. La historia camina hacia un encuentro definitivo. El Credo lo proclama con claridad: "Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin". La Iglesia primitiva lo resumía en una palabra ardiente: Maranathá —¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).
La segunda venida de Cristo no es motivo de miedo, sino de esperanza. No esperamos un juez implacable, sino al mismo que nació en Belén y se quedó en la Eucaristía. Vendrá para poner fin al mal, para hacer justicia, para secar las lágrimas. Vendrá para abrazar definitivamente a los suyos.
En este horizonte de esperanza se comprende mejor la misión de María. Este año ha sido para mí una gracia inmensa predicar, orar y promover la devoción a la Santísima Virgen de Guadalupe, Madre del Verdadero Dios por quien se vive. Ella nos toma entre el cruce de sus brazos y nos cubre con su manto lleno de estrellas. María es la mujer que prepara a la Iglesia para el encuentro final con Cristo. Su ternura no distrae del cielo, nos conduce a él.
EXHORTACIÓN FINALNavidad no es sólo emoción ni tradición. Es una llamada. ¿Dónde está hoy nuestro corazón? ¿Estamos atentos a Aquel que vino, que viene y que vendrá? El Adviento nos invita a la conversión serena, a la oración confiada y a la esperanza firme. Preparar el pesebre exterior es importante, pero más urgente es preparar el pesebre interior.
El final del año es una gracia para revisar la vida, pedir perdón, reconciliarnos con Dios y con los hermanos, y volver a lo esencial.
Que esta Navidad, nuestro Señor Jesús y María Santísima, nos encuentre reconciliados, eucarísticos y esperanzados.
ORACIÓNNiño Jesús, que viniste en la pobreza de un pesebre, te damos gracias por este tiempo de Adviento
que ha preparado nuestro corazón para recibirte.
Gracias porque vienes cada día a nuestra vida, en la Eucaristía, en la oración, en el silencio del sagrario y en el consuelo de María.
Te consagramos nuestras familias, nuestros dolores y nuestras esperanzas. Recibe a nuestros seres queridos que han partido, y danos la certeza de que en Ti la muerte no tiene la última palabra.
Como los pastorcitos avisados por los ángeles y como los Reyes Magos guiados por la estrella, hoy nos postramos ante Ti y te adoramos. Reina en nuestros corazones, hoy y siempre.
Amén.
saulportillo@hotmail.com