En unos días conocimos la situación y tratamos de hacer lo nuestro para evitar que esta maldición siguiera creciendo
Por: Jesús Huerta Suárez
El sonido del teléfono me despertó. ¿Quién me llamará tan temprano?, pensé mientras me quitaba las lagañas de los ojos. Era mi comandante. —“Teniente, buenos días…por la confianza que le tengo, le voy a pedir su apoyo muy especial. Necesito que se vaya mañana mismo a Tijuana para que me tenga informado a detalle sobre las actividades que realizaremos allá; mañana domingo, a las 5 de la mañana sale una diligencia especial, y le pido se vaya con ellos”—me pidió el comandante.
Y así fue. Me levanté, hice maletas, avisé a mis superiores y a mi familia y en unas horas partimos a Tijuana. Nuestra misión era apoyar en unas investigaciones sobre la situación que se estaba viviendo entre los adictos y la compra y venta de drogas fuertes que estaba fuera de control. En unos días conocimos la situación y tratamos de hacer lo nuestro para evitar que esta maldición siguiera creciendo. De algo servirían mis conocimientos de medicina familiar y mi fe en Dios.
En una de esas, andando por las periferias de la ciudad, irrumpimos en uno de esos infames “picaderos”. Una casa de mala muerte. Tumbamos la puerta y entramos bien armados. El lugar estaba en penumbras y reinaba un silencio sepulcral; olía a rayos y se sentía el crujir de vidrios rotos al caminar. De pronto, escuché una voz que dijo despacio ¿Pancho, eres tú, Pancho? ¿Panchito, mi amor? Susurró alguien de nuevo, y me dejé ir hacia donde venía el chillido. De pronto ante mí estaba un viejo colchón y una niña semidesnuda acostada. La alumbré a la cara; sus ojos estaban vidriosos rodeados de unas enormes ojeras, mientras uno de mis compañeros grito: ¡Aquí no hay nadie! ¡Vámonos!, Esperen un momento, que aquí hay una persona; hay que llevarla al hospital, le contesté.
Tome a la muchacha en mis brazos y la llevamos al hospital. Todo el camino se fue gritando como loca… “¡Pancho, Pancho, mi amor!, ¿qué me van a hacer? ¡Dame, dame, Pancho!” Y soltaba el llanto. La pequeña estaba casi en huesos, moretones por todas partes y las venas reventadas. La piel estaba de un color amarillo pálido, y marchita, como si fuera un cadáver. “¡Dame, dame!” Seguía gritando cada vez más fuerte. ¿Qué quieres? Le pregunté… ¡Del apache, apache, o crico; un cristalazo, lo que sea, pero dame, maldito, que me está llevando la chin…!” Decía mientras me jalaba la camisa. Estaba sufriendo la abstinencia.
Tenía sus partes nobles todas infectadas, un aliento a putrefacción, diarrea y anemia y con una adicción incontrolable.
Dos días después, encontramos a sus padres, y me contaron que su hija “había nacido muy vaga”, que era un “engendro del demonio” y que desde pequeña la había gustado la “chingadera”, que ya la daban por perdida. Ahora vivía en ese picadero con un hombre de sesenta años que la tenía así, el mentado Pancho ese que nombraba en su delirio, y es el que la tenía perdida, aseguró su padre, aunque otros decían que el Pancho les dio dinero por su hija. Y, a todo esto, ¿qué edad tiene su hija? pregunté, —once años—, me dijo. ¡Once años! ¡No se vale! Les grité y me fui a buscar al Pancho para que pague lo que ha hecho.