El Viento no Pide Visa: Crónica del Instinto Nómada

"Moverse era, y sigue siendo, la única garantía de vida"

Por: Ricardo Castro Salazar

Los antiguos cartógrafos no dibujaban fronteras, ni muros, ni garitas de control. En la cartografía del siglo XVI aparecían bestias mitológicas y una advertencia en latín: "Hic Sunt Dracones" (Aquí hay dragones). Un recordatorio perpetuo de que, durante milenios, el mayor miedo del hombre no fue cruzar una línea política, sino adentrarse en el vacío. Allí donde el mundo conocido expiraba y comenzaba el abismo de lo inexplorado.

Los dragones de tinta moraban en un océano que ya no existe tal como lo imaginaron nuestros ancestros. Esos monstruos cartográficos simbolizaban el terror a lo desconocido, el límite mental de una civilización que temía asomarse al borde. Sin embargo, la historia humana es, en esencia, la crónica de quienes ignoraron la advertencia, miraron a los dragones a los ojos y siguieron caminando.

La prueba de esta audacia descansa bajo el polvo del Parque Nacional de White Sands, en Nuevo México. Allí, el viento del desierto, ese arqueólogo paciente que no necesita becas, reveló en 2021 un secreto guardado durante 23.000 años. No son ruinas de templos ni armas de guerra; son huellas.

Huellas humanas fosilizadas en el barro del Pleistoceno. Lo conmovedor de este hallazgo no es su antigüedad, sino su humanidad: las pisadas son pequeñas. Pertenecen mayoritariamente a adolescentes y niños. Caminaban hacia el norte, atravesando un paisaje hostil de hielo, acechados por perezosos gigantes y mamuts, moviéndose con una determinación que estremece. No sabemos sus nombres, ni qué lengua hablaban, ni de qué huían —quizás del hambre, quizás de un clima que se volvía irrespirable—. Pero entendemos su impulso visceral, porque es el mismo que hoy empuja a una familia venezolana a cruzar el infierno verde del Tapón del Darién o a un sirio a subir a una barcaza precaria en el Mediterráneo: el instinto feroz de sobrevivir.

Durante demasiado tiempo, la historia oficial nos ha mentido. Nos hemos narrado a nosotros mismos como una especie de estatuas. Celebramos el sedentarismo como la cúspide de la evolución: las ciudades amuralladas, los imperios delimitados, la agricultura que nos ata a la gleba. Hemos idolatrado el ladrillo y olvidado el pie. Pero nuestra biología cuenta una verdad diferente, más antigua y rotunda.

Somos máquinas biológicas diseñadas para el tránsito. La arquitectura de nuestras caderas, la resistencia de nuestros pies, nuestra capacidad única de sudar para regular la temperatura mientras corremos; todo en nosotros evolucionó para permitirnos devorar kilómetros. En la naturaleza salvaje, quedarse quieto significaba morir. Moverse era, y sigue siendo, la única garantía de vida.

Hoy tenemos la urgencia de limpiar la lente con la que miramos el fenómeno migratorio. En los noticieros y en las tribunas políticas, la migración se nos vende como una "crisis", una patología, un fallo del sistema. Se habla de "oleadas", "avalanchas" y "plagas", utilizando un lenguaje catastrofista que despoja de rostro a quien emigra. Pero si damos un paso atrás y observamos el tiempo geológico, la verdadera anomalía no es que la gente se mueva. La anomalía, el absurdo histórico, es que hayamos inventado líneas imaginarias para prohibirles hacerlo.

Las fronteras nacionales son un invento reciente, un parpadeo en la línea de tiempo de nuestra especie; son cicatrices administrativas sobre la piel de un planeta que no entiende de pasaportes. El viento no pide visa para cruzar los Andes; las aves migratorias no se detienen en las aduanas. Sólo nosotros hemos creado la ficción legal de que nacer cinco metros al norte o al sur de una raya arbitraria determina nuestro valor, nuestros derechos y nuestro destino.

La aritmética cruel de la pobreza que calcula el costo de la esperanza, el estruendo ensordecedor de la guerra que expulsa a los inocentes y el silencio aterrador de la sequía que vacía los campos son sólo algunos de los motivos de la migración humana. Hay también quienes huyen porque aman a quien no deben, rezan al dios equivocado o, simplemente, cometen el pecado de tener talento en una tierra que no ofrece futuro.

Pero su viaje no termina al cruzar una línea limítrofe. La migración no es sólo el acto de irse; es también lo que sucede cuando el viaje físico acaba y comienza la odisea psicológica: la de ser aceptado, la de traducir el mundo a un nuevo idioma, la de lidiar con la memoria terca de lo que se dejó atrás.

Quizás, al pensar en esto, se sienta una incomodidad lejana o una empatía repentina. Es natural. Porque, aunque nunca hayamos tenido que empacar nuestra vida en una mochila y lanzarnos a lo desconocido, nuestra sangre sí lo hizo. Si escarbamos en nuestro linaje lo suficiente, encontraremos a alguien que tuvo que partir: una abuela que escapó de la revolución, un bisabuelo que huyó de la hambruna en Europa, un ancestro remoto que decidió caminar hacia el norte sobre el barro helado hace miles de años.

Desmitifiquemos las fronteras: todos venimos de alguien que se movió. La migración no es el problema de "ellos". Es la historia de todos nosotros.

Bienvenidos al viaje.

El doctor Castro fue consejero externo para el Gobierno Mexicano y presidente de la comisión de asuntos fronterizos del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME). Ha sido catedrático, decano y vicerrector para desarrollo internacional en Pima College de Tucson, Arizona.

rikkcs@gmail.com