El racismo, la fe y los fundamentalismos

No basta con hablar de biología; la ciencia ha demostrado que la "raza" es una ficción genética, un constructo social para justificar jerarquías

Por: Ricardo Castro Salazar

"En Occidente hemos convertido una religión de 2,000 millones de personas, uno de cada cuatro habitantes del planeta, en una "raza" monolítica de villanos".

Es una ironía cruel, pero reveladora, que los miembros del Ku Klux Klan denominen a su ritual de incinerar una cruz como "iluminación". Afirman que simboliza la fe en Cristo, una luz en la oscuridad. Sin embargo, para el observador externo —y ciertamente para la víctima—, ese fuego no ilumina; calcina. Es un acto de terrorismo. Si un musulmán mirase hoy hacia Occidente, ¿no tendría acaso derecho a señalar esa cruz ardiente como una prueba de la barbarie intrínseca del cristianismo?

La pregunta es incómoda, pero necesaria. A menudo olvidamos que el odio racial en Estados Unidos no sólo tuvo como objetivo a la población afroamericana. Según investigaciones de historiadores como William Carrigan y Clive Webb, entre 1848 y 1928, turbas estadounidenses lincharon a cientos de mexicanos, a menudo bajo la sombra de esa misma cruz, considerándolos una raza inferior. Tanto la quema de cruces como el discurso islamófobo contemporáneo comparten un ADN siniestro: la defensa de una identidad frágil mediante la denigración del otro.

El racismo, como nos recuerdan los sociólogos modernos, es una hidra de muchas cabezas. Ya no basta con hablar de biología; la ciencia ha demostrado hasta la saciedad que la "raza" es una ficción genética, un constructo social diseñado para justificar jerarquías de poder. El racismo moderno es sistémico y camaleónico: se disfraza de política migratoria, de "seguridad nacional" o de defensa cultural. Hoy, la academia identifica racismos estructurales, ambientales, "racionales", lingüísticos y religiosos, por nombrar algunos.

Aquí entra en juego lo que la académica Deepa Kumar titula The Racialization of Islam. En Occidente hemos convertido una religión de 2,000 millones de personas, uno de cada cuatro habitantes del planeta, en una "raza" monolítica de villanos. La ONU y el Ayuntamiento de Barcelona, en sus programas contra el racismo, aciertan al definir la islamofobia como una forma de racismo antimusulmán: se ataca al sujeto no por su teología, sino por su identidad percibida como amenaza a los "valores occidentales".

Pero, ¿qué tan sólidos son esos valores cuando los comparamos con la realidad?

Nos jactamos de nuestra modernidad, pero los datos nos contradicen. Mientras México celebra en 2024 la llegada de su primera mujer a la presidencia, el mundo musulmán —ese que caricaturizamos como retrógrado— rompió ese techo de cristal hace décadas. Benazir Bhutto asumió el liderazgo de Pakistán en 1988, treinta y seis años antes que Claudia Sheinbaum. Bangladesh, Indonesia, Kosovo y Túnez han sido gobernados por mujeres, el primero incluso en tres ocasiones. Si nuestra visión del Islam se nutre exclusivamente de memes y estereotipos, seremos incapaces de ver su inmensa diversidad: los países musulmanes más poblados no están en los desiertos de Medio Oriente, sino en el trópico asiático (Indonesia, Pakistán, India y Bangladesh albergan a casi la mitad de la población musulmana global).

El prejuicio es una calle de doble sentido y una simetría aterradora. No estamos necesariamente ante un choque de civilizaciones, sino ante lo que el historiador Tariq Ali diagnosticó como "el choque de los fundamentalismos": la colisión entre el fanatismo religioso y el fundamentalismo imperial de Occidente. Así como nosotros diseccionamos el extremismo en sus filas, ellos observan nuestra historia e identifican una veta de injusticia sistémica emanada del cristianismo. No es un vestigio del pasado: actualmente, el Southern Poverty Law Center monitorea en Estados Unidos a cientos de grupos de odio activos, de los cuales una facción significativa, incluyendo a los adeptos a la teología de la "Identidad Cristiana", utiliza explícitamente la Biblia y la cruz para justificar la supremacía blanca y la violencia.

La salida a este laberinto de espejos deformantes la sugirió nada menos que el Papa Francisco. En su acercamiento histórico al Gran Imán de Al-Azhar y en su encíclica Fratelli Tutti, el pontífice no habló de tolerancia, sino de fraternidad. Reconocer que el fanatismo no es propiedad de una fe, sino una desviación humana, es el primer paso.

La conclusión es lapidaria: el racismo y la islamofobia no son defensas de la civilización, son confesiones de inseguridad. Mientras sigamos proyectando nuestros miedos en "el otro", seguiremos encendiendo cruces pensando que son luces, ciegos ante nuestra propia oscuridad interior.

El doctor Castro fue consejero externo para el Gobierno Mexicano y presidente de la comisión de asuntos fronterizos del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME). Ha sido catedrático, decano y vicerrector para desarrollo internacional en Pima College de Tucson, Arizona.

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