El exjerarca de la Iglesia católica dejó un legado que distingue el Derecho de la "cobarde sumisión" de la UE, que los empuja a un mundo unipolar
Por: Alberto Vizcarra Ozuna
Estudioso del pensamiento de San Agustín (354-430), el Papa emérito Benedicto XVI se definía a sí mismo como colaborador de la verdad. Quizá en humilde atención a lo asentado por el gigantesco obispo de Hipona, quien sentenció que “en la gran escuela de la verdad, todos somos condiscípulos”. Definirse al servicio de la verdad, en un mundo que en forma creciente se inclina a relativizarla, es una tarea de grandes desafíos y riesgos. En su vida sacerdotal, Benedicto decidió enfrentarlos.
La esencia de la religiosidad no se deposita exclusivamente en la práctica de un rito, su distintivo fundamental radica en la búsqueda de la verdad. Es en particular la característica de las religiones monoteístas, también inscrita en la naturaleza de la humanidad y en la conformación de las distintas culturas, que albergan una tensión constante hacia el conocimiento del Uno. Esto es lo que supo recoger Joseph Ratzinger, el hombre que el jueves 5 de enero fue inhumado en un ataúd de zinc y ciprés en los sótanos del Vaticano. No ocultó el temor natural a la muerte, pero tampoco la confianza de que estaría frente a un Juez singular, que, en su condición de juzgador, es también un Padre amoroso.
El portento intelectual de Benedicto XVI rebasó, con mucho, el campo de las ideologías; por lo mismo, los poderes que las promueven y las alientan le crearon un ambiente hostil, cargado de denostaciones y francas calumnias. La más inverosímil es la leyenda de su inclinación al régimen nazi, por el hecho circunstancial de haber prestado servicio militar en la Alemania de la Segunda Guerra Mundial. Tan sólo una mirada a una parte de su amplia y densa obra escrita, permite descartar los infundios, que, cargados de malicia, procuraron colocarlo en la lista negra de las “personalidades autoritarias”, denominación emergida del espeso existencialismo heideggeriano, irónicamente, condescendiente con la ideología del régimen de Hitler.
Benedicto XVI identificó el valor de la libertad y sus derechos, remitiéndolos a la condición del hombre como creatura a imagen y semejanza de Dios. Una buena parte de su aporte teológico y filosófico está dedicado a documentar, intelectualmente, esta verdad. En la tarea, no desprecia el pensamiento secular, ni desconfía de la razón. Su obra temprana, está dedicada a hacer inteligible los hilos conceptuales de confluencia entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. En el libro Introducción al Cristianismo, nacido de una serie de conferencias dictadas por el entonces sacerdote Ratzinger a los estudiantes de todas las facultades en Tübingen, se encarga de desarrollar la evolución histórica del pensamiento humano que por rutas distintas hacen confluir la fe y la razón.
Se concentra en el pensamiento griego y en la sorpresa de que Platón arribó al concepto del Ser absoluto, como resultado de elucubraciones filosóficas que hicieron posible la confirmación de la unidad entre la fe y el pensar. Así, los padres de la Iglesia afirmaron con esto la más profunda unidad entre la filosofía y la fe, entre Platón y Moisés, entre el espíritu griego y el bíblico. El mismo Ratzinger identifica en ello la simiente de la civilización occidental y los fundamentos que hacen posible el nacimiento del Estado, como estructura de garantías de los derechos naturales del hombre.
Bajo tales consideraciones, los derechos no son construcciones arbitrarias, tampoco simples elaboraciones positivistas. Emanan, como lo diría Santo Tomás, del Gran Libro de la Naturaleza. Ratzinger fue un gran conocedor de la epistemología del Derecho y entendió su valor e importancia para una vida civilizada entre las naciones y los estados. Pasó por la experiencia de la subversión del estado de Derecho en la Alemania nazi, y no dejó de advertir el riesgo potencial del resurgimiento del fenómeno fascista.
En septiembre del 2011, como jefe del Estado Vaticano y Papa de la Iglesia Católica, ofreció un discurso en el Parlamento alemán. Se dirige a los parlamentarios germanos como compatriota, pero anticipa que su planteamiento se orienta también al ejercicio de la política en el mundo entero. Los contenidos de aquel discurso tienen una vigencia extraordinaria, porque los poderosos del mundo occidental pretenden hacer a un lado el derecho y las garantías, para sustituirlas por lo que han dado en llamar “un mundo basado en reglas”, y no en derechos.
El Papa Benedicto XVI afirmó, entonces, que la política debe de ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. No reprime la idea de que el político busque el éxito, pero sí previene que este se puede convertir en una seducción y abrirle la puerta a la desvirtuación del Derecho y la Justicia. Y cita a San Agustín: “quita el Derecho y, entonces, ¿qué distingue al Estado de una gran banda de bandidos?”. Le recuerda con ello al Parlamento alemán, el oscuro episodio del nazismo, para decirles que las palabras del Santo, no son una quimera: “los alemanes hemos experimentado cómo el poder se separó del Derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el Derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del Derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada que podía amenazar al mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo.”
Destaca en la misma pieza oratoria, que, para la conceptualización de los derechos humanos, como origen y patrimonio de la cultura occidental, fue decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el Derecho religioso, y contra las formas teocráticas que derivan del mismo, reconociendo a la razón y a la naturaleza en su mutua relación como fuente jurídica de validez universal. Y luego remata: “la cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la divinidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del Derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico”.
El hombre no muere junto con sus palabras. El Papa emérito ha muerto, pero sus palabras están vivas y suenan, aunque los gobiernos de la Unión Europea se muestren sordos por su cobarde sumisión a los dictados de una política global que los empuja hacía la guerra contra Rusia, y que en aras del mundo unipolar nos aleja de todo Derecho, postrándonos frente a la ambición de una “gran banda de bandidos”.
Ciudad Obregón, Sonora 11 de enero de 202