Toda teoría se pone a prueba en crisis. El proceso hiperinflacionario mundial descubre la inconsistencia de que oferta y demanda determinan precios
Por: Alberto Vizcarra Ozuna
Afectar la producción nacional de alimentos, con el garlito de proteger al consumidor, es el viejo sofisma argüido por los beneficiarios y promotores del liberalismo económico y del neoliberalismo. Sofisma que cobró fuerza a partir del gobierno de Carlos Salinas de Gortari y al que recientemente se recurrió para justificar el decreto con el que libera de todo arancel de importación a diversas mercancías de la canasta básica, incluyendo granos estratégicos como el maíz, el trigo y el sorgo. Con ello le dio vigencia a la consigna salinista: es más barato importar los alimentos que producirlos nacionalmente.
Por si este golpe que afectará a la producción y a los productores nacionales de alimentos fuera poco, está en proceso de ratificación, por parte del Senado de la República, la iniciativa de reforma a la Ley General de Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente, aprobada por unanimidad en la Cámara de Diputados, el 17 de febrero de este año, con la que se pretende sacar del mercado a más del 60 por ciento de los agroquímicos, pudiendo propiciar significativas caídas en la productividad e incrementos exponenciales en los costos de producción. Con ambos frentes de choque en contra de la producción nacional de alimentos, México se aleja aún más de la autosuficiencia alimentaria.
El decreto presidencial, emitido el 19 de octubre del 2022, se propone contrarrestar los efectos sobre los precios derivados de la tendencia inflacionaria, al liberar de aranceles a las entidades que monopolizan la importación de alimentos. Al advertir el impacto de la medida sobre los productores nacionales, el presidente la acredita, diciendo que él está de acuerdo con proteger la producción nacional, pero cuando se trata de evitar la carestía, ahí favorece al consumidor, castigando al productor nacional con la liberalización total de las importaciones. Al final de cuentas que las llamadas leyes del libre mercado se han cargo de la economía.
Toda teoría se pone a prueba en condiciones de crisis. El proceso hiperinflacionario mundial descubre la inconsistencia teórica de que la oferta y la demanda determinan los precios. Los consorcios a los que se les ha concedido la importación de alimentos, participan con acciones en los mercados bursátiles que les demandan rentas crecientes a sus bonos para lograr una oferta atractiva, y esa dinámica especulativa los obliga a mantener precios altos en los mercados de consumo. Lo que está determinado los precios, no son los costos de producción, sino la incidencia sistémica de los valores financieros especulativos que crecen exponencialmente en la misma proporción que hace descender las capacidades físico-productivas de las economías. A la sombra de estos criterios de mercado y financieros, no hay programa antiinflacionario que funcione.
El decreto del presidente tiene una carga grande de irresponsabilidad. Está retirando al Estado de la obligación constitucional del bienestar general, lo cual incluye la protección a los productores nacionales y el necesario fortalecimiento de las capacidades productivas internas frente a los previsibles y crecientes choques hiperinflacionarios externos. Transferirles a los corporativos privados, vía la exención de aranceles, la responsabilidad de controlar los impactos inflacionarios en el mercado nacional, es un contrasentido, cuando el interés de esas firmas -por su propia naturaleza comercial- es comprar barato y vender caro.
Parecería que la liberalización comercial profundizada con el decreto presidencial le coloca la soga en el cuello al campo mexicano, mientras que los legisladores federales, le jalan las patas con la aprobación de una ley, que animada en un ecologismo torcido, procura despojar a la agricultura nacional de los agroquímicos básicos para poder mantener e incrementar la producción. La reivindicación de la protección al medio ambiente, es la mascarada de una agenda internacional de las elites oligárquicas de occidente, que encubiertos en la protección a la naturaleza plantean con toda franqueza criminal una reducción drástica de la población, a lo que evidentemente conduciría una caída generalizada en la producción de alimentos.
Lo que ahora le hacen a México, ya se lo hacen a una parte importante de la agricultura mundial. En Europa, particularmente en Alemania, se han registrado grandes protestas de productores agropecuarios en contra de estas políticas que amenazan a ese continente que ya se tambalea pagando las consecuencias de la guerra económica contra Rusia.
La iniciativa de reforma aprobada por la Cámara de Diputados, prevé un plazo de tan solo cuatro años para eliminar progresivamente el uso y comercialización de los plaguicidas. Su alcance pernicioso, además de afectar la producción agropecuaria, tendría una incidencia notable en el incremento de las tasas de mortalidad de la población, pues en el agregado a una fracción del artículo tercero de la Ley General de Equilibrio Ecológico, define como plaguicida “cualquier sustancia o mezcla de sustancias que se destine a controlar cualquier plaga, incluidos los vectores que trasmiten las enfermedades humanas y de animales…”. Una forma de darle la bienvenida al repunte de muertes por paludismo, dengue, zika y otros padecimientos que tienen como vectores a los mosquitos.
Entregarle la suerte del sector agropecuario a la voracidad de los mercados internacionales y darle lugar a las políticas de un ecologismo más ideológico que científico, representa una especie de armisticio del presidente Andrés Manuel López Obrador, a los intereses supranacionales interesados en reducir la producción de alimentos y la población de México. Los productores agropecuarios del país, en especial aquellos involucrados en la producción de granos básicos, tienen la responsabilidad de comunicarle a los consumidores (la población en general), que lo que está en cuestión no es un conflicto de intereses entre productores y consumidores.
Lo que se requiere es proteger al sector primario, con muchos de los instrumentos de política económica puestos en práctica desde principios de los años veinte del siglo pasado, hasta 1982, cuando México tuvo una tasa constante de crecimiento económico en el sector agropecuario del 6 por ciento anual y redujo sustantivamente la dependencia en la importación de alimentos. Esos instrumentos no son cosas del pasado, son los principios que funcionan aquí y literalmente en China.