Es innegable que los libros nos hacen ver el mundo en modo diferente. Por eso acercar a un niño o un joven a los libros es acercarlo a la vida
Por: Armando Fuentes (Catón)
Dos amigos iban por una calle céntrica y acertaron a pasar frente a una librería. Propuso uno: "Entremos. Vamos a comprar un libro". "No, gracias -declinó la invitación el otro-. Ya tengo uno". Qué pena. Sólo hay dos maneras de comprar un amigo: comprar un perro y comprar un libro. "Somos lo que comemos", dice una frase referida desde luego al cuerpo. Si la trasladáramos a la mente y al espíritu no sería arriesgado afirmar que en buena parte somos lo que leemos. En más de un sentido alguien que haya leído a Homero, a Dante, a Shakespeare y Cervantes, a Dickens, Dostoievski, Flaubert, Tolstoi y Balzac, a Borges, será distinto de alguien que haya tenido el infortunio de no haberlos leído. No diré que la lectura nos hace ser mejores. He conocido hombres muy leídos y al mismo tiempo de muy escasa calidad humana. Y al revés: gente de pocas letras pero llena de buenos sentimientos. No obstante es innegable que los libros nos hacen ver el mundo en modo diferente. Por eso acercar a un niño o un joven a los libros es acercarlo a la vida. En mi ciudad, Saltillo, hay una maestra que enseña a leer a los que ya saben leer, y que también los enseña a escribir. Alguna vez la llamé "apóstol de los libros", y no creo haber incurrido en exageración. Es la profesora Imelda Rétiz, de mi querido Colegio "Ignacio Zaragoza", lasallista, donde estuvimos mis hermanos y yo; donde estuvieron mis hijos y después mis nietos. Ahora -sorpresas de la vida- el excelente director del plantel es el Hermano José Antonio Mellado Moya, hijo de Lety Moya, la chica más linda del barrio de San Francisco, compañerita mía en el kínder de la señorita Maruca y al paso de los años esposa de Bernardo "Nolín" Mellado, impresor de bondad inigualable que nos daba crédito para hacer en su imprenta nuestros periódicos estudiantiles y luego se olvidaba de cobrarnos cuando sabía que los anunciantes se habían olvidado de pagarnos. La maestra Imelda creó hace una década el programa "Menos Face y más Book", que no sólo incita a los jóvenes a leer, sino también a escribir. Recientemente estuve en el acto en el cual 245 muchachas y muchachos entregaron, en presencia de sus padres y maestros, los libros que cada uno de ellos escribió en el curso del año escolar. "Hojas altas" se llamó ese bello acto en memoria del escritor saltillense Julio Torri. Otro programa ha mantenido la maestra Imelda. Éste se llama "Libros libres", y consiste en dejar en los asientos de los autobuses del transporte urbano, en las bancas de los parques, en las mesas de cafeterías y restoranes libros de autores consagrados, cada uno con una etiqueta que dice: "Éste es un libro libre. Disfrútalo, y cuando lo termines déjalo en algún espacio público para que otra persona lo lea", Más de 5 mil libros anduvieron así volando por Saltillo antes de que llegara el malhadado virus. Yo mismo encontré uno de ellos en una mesa de café, una bella edición -ya muy leída- de "El principito". ¿Por cuántas manos -¿por cuántas mentes? - habrá pasado ese libro? No lo sé, pero sí sé que esos libros libres han hecho espíritus más libres. Mi ciudad tiene fama de culta. Alguna vez se le llamó "La Atenas del Norte", por sus prestigiosas escuelas y por tantos ilustres escritores que dio a México. La ejemplar labor que lleva a cabo la maestra Imelda con el apoyo del director Mellado Moya contribuye a hacer de Saltillo un sitio donde se lee y se escribe, pese a todo lo que en estos tiempos nos aparta de la lectura y la escritura. Mis felicitaciones. Esa semilla germinará en cada chico y cada chica que gracias a los libros -los que han leído y el que escribieron- podrán alcanzar en su vida las hojas más altas. FIN.