23 de octubre: no se olvida (primera parte)

En 1975, en El Chaparral se desató un conflicto entre fuerzas del Gobierno de Sonora y campesinos. Su delito, solicitar tierras para trabajarlas

Por: Miguel Ángel Castro Cosío

La madrugada del jueves 23 de octubre de 1975, el campo mexicano se tiñó de rojo. Las fuerzas represivas del Gobierno del Estado de Sonora impunemente reprimieron y masacraron a siete campesinos; hirieron de bala a catorce solicitantes de tierra; encarcelaron y torturaron a los dirigentes que habían sido detenidos por haber participado en la toma de un predio agrícola que le llamaban "El Chaparral" situado en el Block 717 del Valle del Yaqui, lugar cercano al poblado de San Ignacio Río Muerto, en aquel entonces municipalidad de Guaymas, estado de Sonora.

La movilización campesina era llamada por los terratenientes y su gobierno: invasión de predios. Era un delito que se tipificaba como despojo. Para los labriegos era una acción de lucha agraria que se llamaba: Toma de tierras.

Éstas tenían la finalidad de señalar y denunciar el acaparamiento de terrenos agrícolas en manos de una sola familia y exigir a la Secretaría de la Reforma Agraria el cumplimiento de la Ley y que por consecuencia expropiara los latifundios reales y simulados. Por supuesto iba implícita la exigencia de que se entregaran a los integrantes de los núcleos agrarios constituidos conforme a lo establecido en la normatividad vigente.

Durante años, los peones de sus propias tierras en lugar de obtener respuesta a sus demandas conforme al derecho agrario plasmado en la constitución mexicana, recibieron indiferencia, complicidad, acoso, amenazas, persecuciones, detenciones, secuestros, represión, balazos, heridas, muerte, cárcel y tortura.

La masacre del 23 de octubre indignó a la población y de inmediato exigió castigo a los responsables de tan abominable delito.

Estos lamentables hechos obligaron al gobierno federal a destituir y separar de su encargo al gobernador del estado y publicar el expediente del Nuevo Centro de Población denominado San Ignacio Río Muerto que había sido constituido en 1953.

Por igual, horas después del atropello a los más elementales derechos humanos, con lujo de fuerza, prepotencia y abuso de poder, seis campesinos fueron sepultados en el panteón del lugar sin dar la oportunidad tan siquiera a sus familiares, amigos y compañeros lucha de las víctimas para que velaran sus cuerpos masacrados tal y como es la costumbre.

Además de los caídos, el saldo arrojaba 14 heridos que se debatían entre la vida y la muerte en hospitales de Ciudad Obregón. Por igual, los líderes que habían sobrevivido en esta acción represiva, fueron encarcelados y sometidos a tortura física y psicológica en la antigua cárcel del Puerto de Guaymas, cabecera municipal del poblado.

Al día siguiente, uno de los campesinos gravemente herido, murió víctima de las lesiones causadas por las balas que salieron de las armas exclusivas del ejército y de la policía judicial del estado de Sonora. Se llamaba, Miguel Gutiérrez, vecino de San Ignacio Río Muerto, pueblo de labriegos enclavado al sur del municipio de Guaymas.

La historia así lo señala: el 23 de octubre fueron asesinados siete campesinos que hoy son próceres agraristas. Sus nombres son parte de la historia escrita con sangre. Están en nuestra memoria: Juan de Dios Terán Enríquez, los hermanos Rogelio y Benjamín Robles Ruiz, Rafael López Vizcarra, Enrique Félix Flores, Gildardo Gil Ochoa y Miguel Gutiérrez.

Los delitos quedaron impunes. Nadie fue procesado. La complicidad de las autoridades fue evidente. Otra vez como ayer, el pueblo fue mudo testigo.

No hay descanso.

Los crímenes nunca podrán ser borrados de la historia de una comunidad cuyo nombre se escribió con sangre proletaria.