Los kikapú, un pueblo que resiste a perder su identidad

Por: Eduardo Sánchez

Muchos mexicanos ignoran que al norte de Coahui­la habitan, desde 1852, los kikapú, indígenas originarios de Wisconsin que emigraron al sur, huyendo de los conflictos bélicos que afligían la zona a causa de las expediciones colonizadoras europeas.

A tres horas de Saltillo, si se viaja en automóvil, y a 130 ki­lómetros, aproximadamente, de la frontera con Estados Uni­dos, se localiza la zona llama­da El Nacimiento, en el Valle de Santa Rosa, formando par­te de la cuenca hidrográfica del Río Sabinas.


En estos terrenos, de unas siete mil hectáreas, los indí­genas kikapú han luchado celosamente por preservar sus antiguas tradiciones y cos­tumbres durante más de un siglo.

El general Guadalupe Vic­toria, primer presidente de la República Mexicana, les con­cedió tierras en Texas. Como es sabido, a causa de la guerra de 1847, este territorio pasó a formar parte de Estados Uni­dos; por tanto, en 1850, los kikapú solicitaron nuevamen­te al mandatario mexicano, José Joaquín de Herrera, les diera asilo en el país.


Dos años después les do­naron los terrenos de El Na­cimiento, en el Municipio de Múzquiz, región donde han vivido hasta nuestros días. El clima semidesértico que pre­domina en este lugar, con tem­peraturas de más de 40 grados Celsius en verano y de cero en invierno, aunado a los escasos recursos naturales de que dis­ponen, son los dos factores que han determinado la vida de esta etnia, que, hasta principio del siglo pasado fue un grupo eminentemente cazador y re­colector, pero al disminuir la fauna de la región se vieron obligados a desarrollar activi­dades agrícolas.

Actualmente, su principal fuente de ingresos es el trabajo migratorio. A partir de 1952, año en que las autoridades norteamericanas les concedie­ron tarjetas de inmigración, los kikapú, salvo los ancianos, las mujeres y los niños, se tras­ladan a diversos lugares de Estados Unidos para trabajar en las cosechas de legumbres.

Estos trabajos las realizan, generalmente, de cinco a siete meses al año (de abril a octu­bre), y es la base de la econo­mía indígena. Sus ingresos se complementan con el trueque de pieles por alimentos; con el comercio de trigo, avena, maíz, frijol y calabaza, cuando las lluvias han sido abundantes y permiten la irrigación; la venta de chile piquín, que las mujeres y los niños cosechan durante el otoño, o bien con el comercio de artesanías.

El campamento kikapú lla­ma la atención por las casas de carrizo de techo elíptico, que ellos llaman casa india, al lado de jacales similares a las viviendas de la región, que denominan casa mexicana. Según los cambios de clima, la casa indígena se construye dos veces al año.

Además, existen nume­rosas costumbres y tabúes en torno a las viviendas. Por ejemplo, antes de empezar a construir una casa se lleva a cabo una ceremonia espe­cial, y ésta debe fabricarse con material virgen. La casa es de la mujer, pero una mujer adulta nece­sita el consentimiento del jefe para poseerla o construirla. El te­rreno pertenece a la comunidad; por ello, si la casa no reci­be el cuidado adecuado de sus moradores, el te­rreno se le asigna a otra familia.

Los padres duermen al lado izquierdo de la puerta, mientras que los niños y otros miembros de la familia del lado derecho, y los hijos peque­ños a los pies de los padres. Na­die puede comer en el lado oes­te de la casa, ya que ese lugar está destinado a los espíritus. Tampoco está permitido cepi­llarse el cabello, cortarse las uñas o rasurarse dentro de la casa.

El vestido tradicional se reserva para los ancianos y los jóvenes que participan en ceremonias religiosas, ya que, por lo general, visten pren­das de tipo occidental. El sobrepeso y el cabello largo se conside­ran como sig­nos de be­lleza en las muje­res.

La práctica me­dicinal de los kikapú, cuyos secretos guardan celosamente, está basa­da en el uso de plantas, oraciones y algunos pro­ductos animales y hu­manos.

En cuanto a la edu­cación, los padres ha­cen poco por la discipli­na, pero enseñan a sus hijos los secre­tos de la cacería, la artesanía, la agri­cultura, las ceremo­nias y el mantenimiento co­munal de carreteras y pozos.

La madre proporciona abri­go para sus hijos, cocina, lava, cose, prepara las pieles, hace tehuas y enseña a sus hijas sus obligaciones como mujeres; asimismo, es ella quien asume el cuidado de los nietos.

El abolengo en los kikapú es diferente que en nuestra cultura. No utilizan apellidos; un padre pasa a su hijo úni­camente su afiliación al clan. Cada persona tiene un nombre que corresponde a su clan y el epónimo de su tótem como: Búfalo corredor, Berry silves­tre, Man parado, por mencio­nar algunos.

Creen que todo en este mundo tiene espíritu, vida y poder. Como cabeza de este or­den está Kitzihiat, el Gran Es­píritu, quien creó todo menos el mundo, el cual fue creado por Wisaka.

La lucha, siempre presen­te, por mantener un estado de armonía con todo y con todos, ha sido tal vez el principal se­creto para que hayan logrado conservar su identidad ante el paso del tiempo.